Carta 42: De Dalmacio a Emilio
Asturias, 2 de julio de 1941
Querido amigo Emilio:
Quisiera llevarte buenas noticias con esta carta, pero, lamentándolo mucho, estas líneas sólo albergan palabras referentes a días nefastos. Y es que, amigo mío, la mala suerte parece haberse afincado en estas tierras, y lo que es peor, me es difícil atisbar cualquier luz de esperanza. Incluso el amigo Xoaquín, el comunista, en alguna de sus visitas a la Quintana, contemplando la situación en la que nos estamos viendo, trajo desde Marcenado (y a espaldas de Don Roque) una figa de azabache, que, según dicen las viejas del pueblo, protege de todo mal. Desde entonces, el amuleto cuelga de nuestro amigo enfermo.
Emilio, me duele mucho decirte esto, pero Luis Miguel se nos muere. Ahora que han transcurrido las semanas, he tenido la oportunidad de observar la realidad de su estado, y está mal, muy mal. A decir verdad, no sé de dónde sacó el muchacho las fuerzas el pasado junio para llegar llegar hasta la Quintana. Y créeme si me atrevo a pronosticar que dejará este mundo cualquier día de estos, pues ya casi no come, y mira que le insisto para que lo haga; es incapaz de andar cuatro pasos sin sentirse agotado, y algunas veces, cuando piensa que estoy en la parte de abajo, oigo cómo le promete a su madre que pronto se reunirá con ella.
Y es lo que me he venido temiendo desde hace un tiempo: que ya no tiene ganas de seguir en este mundo. Yo trato de animarle en todo momento, pero es inútil. Sabe que su fin está próximo y ha dejado de luchar contra su destino. Cuando está consciente, me dice con lágrimas en los ojos que le perdone por todo el perjuicio que ha traído a mi casa con su enfermedad, y ya no sé cómo hacerle saber que su situación para mí no es ni tan siquiera un mal menor, pues tanto su compañía como su amistad están siendo ese golpe de aire fresco que la Quintana venía pidiendo desde mis días en el frente. Le he dicho que le necesito aquí, que le necesitas tú, y que luche, que luche aunque sólo sea para disfrutar de la suerte que otros no han tenido por volver vivo de la guerra.
No puedo mentirte respecto a Luis Miguel, pero me ha dicho que le gustaría verte, y me ha pedido que nunca te haga llegar este deseo, ya que está convencido de que preocuparte por un moribundo es lo único que te queda para agravar tu situación. Ha decidido escribirte una carta, posiblemente la última, para despedirse de quien considera ya su única familia. Así que pronto nos pondremos a ello. Yo transcribiré sus palabras, y me ha hecho prometer que de ninguna manera he de suavizar su mensaje.
Te contaré que pasada ya la noche de San Juan, pude verle en tal estado febril que corrí hasta el pueblo en busca de la sabiduría de don Roque. Este se sorprendió al verme, pues me tiene dicho una y mil veces que es peligrosa mi presencia en Marcenado, pero vi tan grave a nuestro amigo que no dudé en hacer oídos sordos a sus consejos. Le expliqué entonces el asunto y apartó de las suyas unas hierbas que fortalecen el corazón. Pero, Emilio, Luis Miguel no mejoró con la digitalina, tal vez un ápice, pero pienso que su enfermedad está ya tan avanzada que sólo Dios puede interceder. El cura también me recomendó recolectar genciana porque parece ser que sus flores limpian la sangre. Según él, he de cocer la planta por las mañanas y dársela a tomar por nueve días, ni uno más, porque el paciente corre el peligro de entrar en anemia, y ya es lo que nos faltaba.
En realidad, lo que nuestro amigo necesita es un hospital. Es ahí donde sabrían atenderle debidamente. Yo hago todo lo que puedo, bien lo sabe Dios, y he de confesarte que vivo con la permanente angustia de encontrármelo muerto cuando me despierto. Siento ser tan duro respecto a la situación de Luis Miguel, pero como puedes comprobar por este escrito, los recursos que ofrece el bosque son insuficientes. Sólo queda esperar, y ya que no puedo hacer otra cosa, rezo todos los días a un Dios en el que no creo para que el pobre muchacho abandone este mundo alejado de un sufrimiento que no hace otra cosa que persistir día tras día.
Pero esto no es todo, Emilio. Cuando al principio de esta carta he señalado que la mala suerte parece haberse cebado con estas tierras, no sólo me refería al estado grave de nuestro amigo. Estoy lidiando también con otro asunto muy diferente que, como te comenté hace meses, en su momento creí solventado. El mismo día que bajé con urgencia al pueblo para recoger el consejo de don Roque para las fiebres de Luis Miguel, el cura me dio una carta recién llegada de Bazkoare y me pidió, y con un apremio que llegó a preocuparme, que esa misma noche repitiera la visita. Por más que insistí no quiso referirse al tema, alegando lo urgente de mi amigo, así que lo aplazó para el siguiente encuentro, no sin antes darme a entender que la trascendencia del propósito no permitía ninguna demora.
Y así lo hice. Aquella misma noche, después de leer la carta de mi compañero en el manicomio, en la que me daba la buena noticia de que pronto abandonará las instalaciones de la Cadellada, dejé atendido y cenado a Luis Miguel y corrí de nuevo a la iglesia. Cuando entré en el cuarto de don Roque, pude ver en sus ojos una preocupación que sólo he tenido oportunidad de contemplar en otra ocasión, cuando el triste asunto del cura de Somiedo. Efectivamente, mis temores habían regresado, y esta vez parecía que estaban ahí para quedarse.
El viejo comenzó hablando sobre los hechos que ocurrieron durante la Revolución de Asturias de 1934, cuando los dirigentes locales en el valle minero de Turón tenían el convencimiento de que la victoria sería rápida y fácil. En aquel momento tenían previsto tomar Oviedo, y luego instaurar el socialismo, cosa que como muy bien sabes, no pudo ser. El caso es que, en ese tiempo, los curas y todo el que tuviera algo que ver con la Iglesia habían de extremar el cuidado, ya que prosperó la orden de detenerlos. Gran parte de ellos pudieron escapar y algunos se escondieron como buenamente pudieron en casas de los feligreses, pero nadie pudo hacer nada por los que fueron capturados. Dicen que los revolucionarios fusilaron a más de dos docenas, entre sacerdotes y religiosos, hace ya siete largos años.
Por esta causa, y en memoria de los que llaman los Mártires de Turón, el Señor Obispo ha decidido que de ninguna manera la desaparición del cura de Somiedo ha de quedar en la impunidad. Así que, como puedes comprobar, en este caso la iglesia ha decidido cambiar su ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”, por otro pasaje bíblico, “pagaran justos por pecadores”. Parece ser que estos días atrás se presentaron en Marcenado unos religiosos acompañados por guardias civiles, mandados desde Oviedo. Y no sólo hablaron con don Roque, sino que también quisieron entrevistarse con algunos vecinos por si encontraban alguna pista de ese malnacido de don Sebastián.
Según me contó el cura de Marcenado, de nuevo intentó razonar con los investigadores para desviar su atención del pueblo y de los bosques donde se encuentra mi casa. Les explicó algo que seguramente ya habían barajado: que el de Somiedo tenía sembrados tantos precedentes tan poco encomiables por todos los pueblos de la región, que estaba en la seguridad de que había sido víctima de alguna venganza por cualquier altercado sucedido hace meses, o incluso años. Alegó que es bien sabido que la venganza es un plato que se come frío, y que cualquier alma razonable urdiría su propósito, si, pero bien apartado de su localidad con el fin de alejar sospechas. Nadie comete un delito en su propia casa, les dijo.
Pero ni los mandados por el prelado, ni la Guardia Civil quedaron muy convencidos. De hecho, estos últimos contestaron que cabían otras posibilidades además de la expuesta. Explicaron que en aquellos días en que abundaba el hambre y la miseria, nuestra España estaba repleta de apátridas y de rojos impíos sin alma que no tenían nada que perder, y que todos estos cometían infinidad de crímenes con alegre ligereza. Es más, los guardias civiles aseguraron al cura que esas situaciones eran las más numerosas, y por esta razón no debían desestimar que cualquier vecino de Marcenado del Moire pudiera estar implicado.
Así que los venidos de Oviedo no se conformaron después con visitar a los que en ese momento se encontraban echando unos dominós en la taberna. Se presentaron en el ayuntamiento y exigieron hablar con Chano, que es como llamamos al Excelentísimo Señor Alcalde Llucián Guardado. Has de saber que Chano es el padre del Xoaquín el comunista, y aunque su progenitor no comulga con las ideas de su hijo, siempre trata de hacer oídos sordos a ciertos asuntos por el bien de algunos vecinos. De hecho, su última hazaña, en la que tramitó con los pueblos colindantes un acuerdo consiguiendo bajar a menos de la mitad el comercio de estraperlo, ha puesto en juego su pellejo. Lo cierto es que la gente de Marcenado está contenta con la actuación del alcalde, pues en los tiempos que corren, aunque es imposible el olvido, se ansía esta relativa tranquilidad que Chano proporciona gracias a su buen hacer y su manga ancha.
Bien, la Guardia Civil se presentó en el ayuntamiento y, según las palabras de Xoaquín, que estuvo presente en todo momento, la pareja dejó en la puerta su habitual actitud prepotente con la intención de conversar amigablemente con el señor alcalde. Chano colaboró de buena gana con ellos, respondiendo a sus preguntas sin reticencias: que si tenía sospecha alguna de los censados, que si conocía alguna desavenencia, por muy pequeña que fuera, del cura con algún vecino. Nada. Las respuestas a estas cuestiones fueron todas negativas. Luego, y a petición de la Benemérita, el alcalde puso a su disposición los libros del censo y ellos husmearon incluso entre los nombres de los fallecidos antes de la guerra.
Pero la respuesta en la que el alcalde titubeó fue en la última, cuando ya tenían un pie fuera del cuarto e incluso se habían puesto ya el tricornio. ¿Existe algún pueblo adyacente a Marcenado del Moire?, preguntó alguno de los hombres. Chano dijo que no, que ellos mismos habían tenido que pasar por el pueblo de al lado para llegar hasta ahí, si es que era a eso a lo que se estaban refiriendo. Debieron ver que el hombre vacilaba, dudaba o vete a saber qué signo de indecisión reflejó para que los guardias civiles detuviesen su paso. El caso es que se introdujeron otra vez en el cuarto y formularon de nuevo la pregunta, esta vez especificando. Ya sabe, señor Guardado, dijeron, que si hay alguna población pequeña cerca de aquí que no figure en los libros, alguna casa en la montaña, ya sabe. Al final, el alcalde tuvo que admitir la existencia de la Quintana. Explicó que hacía años la casona estaba habitada por una buena familia de cuatro miembros y que siempre pagaron la contribución religiosamente, pero que desde la guerra no los había vuelto a ver por el pueblo, así que tenía la seguridad de que, o habían muerto, o como muchos otros, emigrado a tierras de paz.
No te mentiré, Emilio, diciéndote que no estoy asustado. Sé que existe la posibilidad de que todo este asunto pueda destaparse si el prelado y los nacionales empiezan a tirar del hilo. Podrían descubrir que hay vida aquí arriba e irse al traste todo mi esfuerzo por sobrevivir, cosa que cada día me importa menos. Y quiero adelantarme a tus pensamientos, amigo: nunca huiría de la Quintana si las cosas se pusieran feas. Nunca dejaría aquí a nuestro amigo, pues si el Destino ha dispuesto que dejemos juntos este mundo, yo no soy nadie para contradecirle.
Por el momento, estoy ganando tiempo, porque sé de muy buena tinta que no van a llegar hasta aquí. Después de la visita de los números al Ayuntamiento, regresaron a la sacristía para encontrarse de nuevo con los enviados del prelado, y puedes imaginar la cara del cura cuando nombraron la casona donde vivo. Don Roque volvió entonces a echar mano de sus historias sobre los ataques de los osos y la terrible cantidad de lobos de los que tendrían que cuidarse si se les ocurría aventurarse a subir al monte para adentrarse en él. Incluso improvisó otra en la que aseguró que un grupo de anarquistas quiso esconderse en el bosque, y a las pocas horas pudieron contemplar cómo un perro salvaje bajaba de la zona del peñasco con la mano de un hombre entre las fauces. Esto último debió impresionar a la Benemérita porque, según describió el cura, se miraron entre ellos y después le pidieron un chato vino sin bendecir, y los hombres del prelado no se quedaron atrás, pronunciando alabanzas a Dios mientras se santiguaban tres veces. Luego de degustar el vino, hablaron entre ellos sobre la posibilidad de que, si sus superiores les ordenaran subir al monte tras recibir su informe sobre la visita a Marcenado, se harían custodiar por cazadores.
Para tu tranquilidad, y seguramente es algo que ya supones, has de dar por supuesto que estoy manteniendo a Luis Miguel ajeno a este peligro. Él me ve preocupado, y me pregunta, pero piensa que mi talante declina algunas veces a causa de la confirmación reciente que recibí del fallecimiento de mis padres.
Emilio, amigo, tal es el desasosiego que estoy padeciendo estos días, que aflora mi egoísmo. Tu última carta confirma que ninguno de los tres estamos pasando por un buen momento. Antes de comenzar la redacción de esta carta, dudé si contarte la realidad sobre Luis Miguel y sobre la Quintana, pero es un asunto tan grave que ha prevalecido la decisión de ponerte al corriente.
Tu amigo que te aprecia,
Dalmacio Argüelles Sella.
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