Las cartas

Carta 4: De Emilio a Dalmacio

0 Comentarios 11091_613693545314135_1989361507_n

Toledo, 31 de julio de 1940

Mi muy querido amigo Dalmacio:

¡Cuánto me alegro de tener noticias tuyas! En estos tiempos turbulentos, cualquier silencio prolongado puede ser preludio de un silencio infinito. Espero que la salud te acompañe a la recepción de ésta, y que tanto tú como tu familia podáis salir adelante. Nada me gustaría más que poder vernos, pero por ahora no podemos viajar. Mi mujer no está en condiciones de hacer esfuerzos, pues te comunico con gran alegría que esperamos nuestro primer hijo para el mes de octubre. Como imaginarás, me reuní con ella en cuanto me soltaron del campo de Betanzos, y volví a abrir mi consulta de la cuesta de los Capuchinos, para que ella pudiera estar cerca de su familia, que ahora también es la mía. Las prisas por casarnos durante la guerra impidieron que conociese a sus padres y se hicieran las cosas a su debido modo, pero ahora me han aceptado como a su propio hijo y nos vemos cuanto es posible, aunque es mejor y más lucrativo que yo ejerza en la capital.

El hecho, para mí insoportable, de que hayan cambiado el nombre de mi calle por el de General Moscardó, unido a la necesidad indiscutible de más espacio en un futuro cercano, y a que todo el barrio quedó bastante malparado con los bombardeos, me ha llevado a trasladar mi consulta y mi domicilio a la calle del Nuncio Viejo, muy cerca de la catedral. Al final de la presente encontrarás mi nueva dirección, donde tienes tu casa.

Ahora, más de un año después de la guerra, vamos reconstruyendo nuestras vidas rotas. Quien no ha vuelto lisiado ha vuelto en una caja, o en un telegrama comunicando su fallecimiento. Pero las peores heridas que veo en mi consulta son las del alma, hombres y mujeres que vienen con los ojos muertos y ahogados en tristeza, por lo que han visto y por lo que han perdido durante estos tres años horribles. Yo mismo tengo pesadillas, en las que tengo que amputar miembros pero en lugar de sierra sólo tengo un hacha, y mi mujer me despierta asustada por mis gritos y luego me abraza largamente, a pesar del calor horroroso del verano, hasta que consigo calmarme lo suficiente como para dejarla dormir. He descubierto que me tranquilizo mucho más si apoyo la cabeza en su vientre abultado e intento escuchar a la criatura que crece en su interior, y cuando oigo ese latido leve y rápido me invade una paz infinita, una especie de seguridad de que el mundo sigue girando y que esos días espantosos de la más oscura de las creaciones humanas no han de volver a repetirse en esta tierra mientras mi hijo viva.

Y por eso, amigo mío, sostengo que debemos quedarnos. Qué sería de este país si todos los que creemos en la democracia, en la legalidad de las urnas, emigrásemos a México o a Francia; se quedarían sólo los que identifican la razón con la fuerza. Debemos quedarnos y recordar al pueblo que un golpe de estado no puede ser legítimo nunca, por mucho que hayan ganado una guerra que ha desangrado a la nación hasta el punto de que ni siquiera podemos prestar ayuda a nuestros hermanos europeos que ahora la necesitan. Ya lo dijo el profesor Unamuno: vencerán pero no convencerán. Este gobierno es ilegal y su ideología es contraria a la que los ciudadanos eligieron libremente por mayoría, ciudadanos que por primera vez en la historia de España reconocieron a las mujeres su condición de iguales a la hora de votar. Este país avanzaba hacia la modernidad, y me temo que esta guerra nos ha retrasado varias décadas en el tiempo, otra vez. Pero no podemos abandonar la tierra que nos necesita sólo porque no nos gusten las nuevas reglas del juego; precisamente por eso debemos oponernos, y eso no se puede hacer de oídas desde muy lejos. Hay que conocer el sentir de la gente, sus necesidades reales, de qué recursos disponen, cuál es su auténtica opinión ahora, más allá de la que se dice públicamente en las tabernas; interesa la que sólo conocen las almohadas, que escuchan los últimos suspiros del día.

A mi alrededor veo continuamente las revanchas de las rencillas que vienen incluso desde antes de la guerra. Mi vecino Manuel Vega Mejía lleva interno sin acusación en el penal de Ocaña desde octubre y cuando su mujer, Francisca Molero, fue a hablar con el gobernador militar para averiguar de qué le acusaban, la detuvieron también a ella y la tuvieron presa tres semanas, hasta que su hermana fue con los cinco hijos del matrimonio al despacho del gobernador y le pidió que liberase por lo menos a uno de los padres, porque ella tenía que darles de comer en ausencia de ambos. Sin más explicaciones, Paca estaba de vuelta al día siguiente, aunque no quiere hablar del asunto y no ofrece detalles de su experiencia, pero ya no pregunta por su marido. No es éste el mundo que quiero para mi hijo, y por esa razón me quedaré, para curar todo el dolor que esté en mi mano y para ayudar a la gente que no puede irse, y que no se merece lo que está pasando ni lo que va a a pasar. Debemos luchar por nuestra tierra y por un gobierno legítimo, Dalmacio, aunque no sepamos cómo. Tampoco lo sabríamos lejos de aquí y seríamos aún de menos ayuda.

Entiendo que estas palabras pueden ser consideradas en la actualidad como delito de sedición o de traición a la patria, pero es lo que siento y lo que sentía cuando me alisté en el bando republicano en 1936, aunque ahora parece que hace una vida entera. A pesar de todo el horror que vi y viví, lo compensa el compañerismo que encontré por el camino y los grandes amigos que he hecho y que espero me acompañen toda mi vida, como tú, querido amigo mío, o como mi amigo Luis Miguel, de quien te hablé en su momento, que actualmente reside en Francia. Ahora que ha pasado todo, lo que más me duele es la lejanía de mis verdaderos amigos.

No obstante, a través de las indudables dotes de mi esposa para llevarse bien con el vecindario, me estoy haciendo un hueco en esta ciudad que ha cambiado tanto con la guerra. Del Alcázar apenas quedan los cimientos, el barrio que conocí ha sido borrado del mapa a fuerza de bombas, pero sobre todo ha cambiado la gente. Ahora nadie se fía de nadie, cualquiera puede ser un delator y acusarte de cualquier cosa real o imaginaria para meterte en un problema. Parece que volvemos a los tiempos de la Santa Inquisición, que parece que nunca abandonaron esta ciudad, donde una simple acusación de actividades judaizantes podía buscarte la desgracia y la de toda tu familia. Esas son las terribles secuelas que debemos padecer, pero yo creo que son en su mayor parte las últimas olas que baten la costa cuando la tormenta ya ha terminado. Más temprano que tarde cesarán, bien porque ya no haya revanchas que tomarse o bien porque no quede nadie sobre quien tomarlas.

Ahora que hablo de olas, amigo Dalmacio, ¿recuerdas aquella vez que nos escapamos del hospital para que me enseñases el mar? A pesar de lo mucho que te reías del Mediterráneo y decías que aquello no era un mar sino una bañera comparado con el Cantábrico, no me lo imaginaba así, pero sobre todo me sorprendió su sonido, calmado y persistente, poderoso, ignorante de las rencillas insignificantes de esos pobres humanos condenados a vivir y a morir, a acudir a guerras, a sufrir la pérdida de aquéllos a los que amaron, a ganarse el sustento y a guardarse del poderoso. Cuando pienso en ti, te imagino allí en tu Asturias, en algún lugar desde donde se vea el mar, recogiendo para ti la fuerza y la calma de las olas.

No me cuentas en tu carta dónde has estado todo este tiempo hasta que has llegado a casa, pero con saberte bien me basta. Dime, amigo mío, ¿cuáles son tus planes en adelante? ¿Piensas casarte? Seguro que tu madre y tu hermana necesitarían una mano. Creo que, debido a mi felicidad marital, me convertiré en un proselitista del matrimonio y se lo recomendaré a todo el mundo, no como los curas, que lo recomiendan pero no se lo aplican, al menos públicamente. Aquí es un secreto a voces que el sacristán de la catedral tiene a su sobrina de sirvienta en su residencia pero la sobrina no es tal, sino su barragana. Yo hago como los ministros protestantes y predico con el ejemplo. Recuerdo que en el campo de concentración de Betanzos conocí a un joven que se había alistado en el ejército republicano con la llamada Quinta del Biberón, un joven de mirada poderosa y firmes convicciones izquierdistas a pesar de su corta edad, llamado Vicente Ferrer. En una conversación nocturna que mantuvimos, antes de que el sargento chusquero y desconfiado que nos vigilaba nos separase, temiendo cualquier conspiración comunista, Ferrer sostenía que el celibato en los curas era algo contra natura, pues la conexión divina no podía eliminar la naturaleza humana, y que la existencia de barraganas era la mayor prueba de tal circunstancia. Lo trasladaron a Oviedo al poco, donde he sabido que ha empezado a estudiar Derecho en la Universidad. Si te acercas por la ciudad sería un placer darte su dirección para que le visites. Sin duda, es un personaje que dará que hablar.

En lugar de enviarla por correo, entregaré esta carta a uno de mis pacientes, que es viajante de aceites y goza de mi absoluta confianza, ya que su contenido nos puede traer serios problemas tanto a ti como a mí si cae en unas manos que no sean las adecuadas. Puedes enviarme tu respuesta a través del mismo método, pues mi paciente va en dirección a Santander para hacer negocios en Inglaterra y seguirá el mismo recorrido de vuelta.

Espero que a partir de ahora nuestra correspondencia no se interrumpa nunca más, y que no se repita la angustia de pensar las cosas malas que podrían haberte pasado.

Tu amigo que lo es, queda tu seguro servidor.

Emilio Pérez-Olivares Espinosa.

Carta 4: De Emilio a Dalmacio
0 votes, 0.00 avg. rating (0% score)

Deje un comentario