Carta 32: De Dalmacio a Emilio, primera parte
Oviedo, 20 de abril de 1941
Querido Emilio:
Te escribo a tan sólo diez días de la redacción de la última carta, pues han pasado muchas cosas en esta semana y media como para postergar tanto mis palabras, como mi partida de este manicomio.
Emilio, he de salir de la Cadellada cuanto antes, y en tu mano está que pueda ser posible. No quiero que pienses que con lo que te voy a contar busco persuadirte, pero parece ser que, durante estos meses, el destino ha jugado con los malos entendidos. Quiero referirte unos hechos que hasta hoy han escapado a mi conocimiento, hechos que me han traído hasta este hospital de Oviedo y cuyas puertas, ahora sé, nunca debiera haber traspasado.
No sé si, como dijiste en tu respuesta a mis últimas palabras, escribiste finalmente al doctor Rodríguez Casares solicitando detalles sobre mi caso. Si es así, no hay ningún problema, pero si aún no lo has hecho, preferiría que abandonaras tal propósito, pues tengo una razón de peso para ello. Lo que estoy a punto de darte a conocer afecta de una manera tan drástica a la situación en la que me encuentro, que sería absurdo continuar con lo que ya considero como un injusto cautiverio, que a estas alturas no admite demora.
Al poco de dar mi carta a los abuelos de Bazkoare para hacértela llegar, recibí una nota de don Roque manifestando su intención urgente de sacarme de aquí, pero parece ser que los huesos del pobre hombre se resienten a consecuencia de su último viaje al manicomio de Llamaquique y al de Oviedo. Pobre anciano, me dice que tienen que ayudarle a subir al púlpito cada vez que se ve en la obligación de cantar la epístola, y que ha decidido hacer los otros servicios religiosos desde el altar. La vida le pesa, amigo, e incluso me confesó que algo le dice que no tardará en reunirse con su hermana, cosa que prefiero pensar que son palabras de viejo. Ha cuidado durante tanto tiempo de mi familia, y estos meses de mí, que ahora tengo la necesidad obligada de hacer yo lo mismo por él. Pero Emilio, como sabes, estoy recluido en este manicomio, y cada vez que me aproximo a las rejas de las ventanas o al portón principal, mi angustia se acrecienta por la imposibilidad de ofrecer mi ayuda a quien tanto debo.
Mi desesperación me ha llevado incluso a barajar la idea de darle a leer al doctor Rodríguez Casares la carta que recibí del cura, pues como podrás comprobar en los párrafos que te traslado a continuación, hace cuenta de que mi salud mental realmente siempre ha gozado de buen equilibrio. Pero, lamentablemente, don Roque hace referencia en sus líneas a la desaparición del cura de Somiedo, y no quisiera que esto generara preguntas incómodas que lo único que harían sería ponernos en peligro a todos. Si algo bueno ha traído todo este asunto, además de mi “repentina” recuperación, es la noticia de que en Marcenado del Moire me aguarda una carta de mi querida hermana Covadonga. Pero comenzaré desde el principio…
Emilio, ¿recuerdas mi llegada a Asturias después de la guerra? Bien, creo recordar que te escribí en mi primera noche en La Quintana. En aquel momento creí ser recibido por mis padres. Ahora rememoro ese momento y no lo distingo con total claridad. Sin embargo, sé con absoluta certeza que mis oídos no escucharon en aquel momento cómo Madre Brígida limpiaba la fragua mientras te escribía, y que tampoco fumé picadillo de rama de acacia con mi padre bajo la arquería del soportal. No cené con ellos pan de higo aquella noche, y mucho menos degusté el coñac cedido por la organización del Socorro Rojo. Todo esto, querido amigo, fue producto de mi imaginación. Quiero pensar que mi razón quiso darme una tregua después de padecer los desastres de la guerra, y quiso sustituir la realidad por un ensueño que, lamentablemente, nunca fue cierto. Ahora sé qué es lo que propició esta situación. Para que lo entiendas tengo que trasladarte el contenido de la carta de don Roque a la que antes hice mención. He pensado enviártela, pero si se perdiera, es posible que con ella se perdieran mis oportunidades de salir de aquí, así que te transcribiré sus palabras traducidas del asturiano:
“…Llegado después de varios días tortuosos a Marcenado, no pude desasirme en las siguientes noches de una extraña sensación por haberte abandonado al desamparo.
No, Roque, me decía esa voz que siempre rivaliza con mi conciencia, Dalmacín está muy bien donde está. Bien atendido por los galenos de la cabeza. Nada has de temer, no guardes cuidado. Todo está bien hecho, el mal bajo tierra y el tiempo organizado, así que puedes alejarte de cualquier preocupación.
Pero, hijo, uno nunca ha sido dueño de sus pensamientos y Dios ha dispuesto con bondad la semilla para advertir a la razón. La exhortación llegó la tercera madrugada tras mi llegada al pueblo.
Como viene pasando los últimos meses, el sueño me vence a mitad de mis oraciones, e igual que duermo, al rato despierto. Poco antes de anunciarse los albores del día, antes incluso de que el gallo me llamara a la vigilia, un portentoso pensamiento, de esos que no he de desestimar, irrumpió en mi cabeza.
Advertí de inmediato que no habría de apartarme de la sesera aquel sueño que me conducía hasta aquella primera noche en la que me aseguraste, poniendo por testigo a Dios, que tus padres y hermana te recibieron al volver de la guerra. En aquel momento, y en los que vinieron después, tal afirmación carecía de fundamento. Siempre lo supe. Pero, ¡ay, hijo mío! ¿Quién soy yo para apartarte de tu realidad? Ahora, vistas las consecuencias, creo que es necesario.
Me situé entonces en el verano pasado, en la visita que me hiciste después de llegar, ¿recuerdas? Dijiste que habías recorrido los senderos desde La Quintana con la intención de encontrarnos tras la guerra, me entregaste la carta de tu amigo Emilio Pérez-Olivares para que yo la formalizara, y te hice pasar a la sacristía. Ahí, entre vinos de la tierra de Cangas, y lejos de oídos indiscretos y de lenguas que pudieran importunarnos, narraste para mis entendederas tus desventuras en la contienda. Pero ahora, pasados los meses, y después de reflexionar sobre tus palabras describiendo el errante regreso desde el momento en que saliste de Guadalajara, evoco cierto suceso que en su momento el destino quiso que pasara por alto.
Hijo mío, sé que la tienes, pero ahora te ruego que continúes teniendo paciencia con este pobre viejo durante las líneas que leerás a continuación. Quisiera repasar contigo los días y las horas que precedieron a tu regreso a La Quintana después de la guerra. Después, confío en que podrás considerar válida la hipótesis que se me apareció en forma de sueños, con la ayuda de Dios.
Si no recuerdo mal, me contaste que fue en un bosque de carbayos y encinas donde encontraste escondidos a cuatro mozos, que por suerte resultaron ser partidarios. Y aunque vuestros destinos no se asemejaban, puesto que ellos se dirigían a Gijón con otro previsto, decidiste abrir sendero con ellos hasta colmar la ciudad, y luego continuar tu camino. Me dijiste que el propósito de tus nuevos amigos era coger un barco con el que llegar a Francia, pasar de nuevo a España por la frontera de Cataluña, e incorporarse al ejército de la República para continuar luchando. ¿Recuerdas tus dudas de entonces? Doy gracias a Dios porque te apartase de esa locura. Además, la metralla aún te mortificaba, así que decidiste domar las pasiones y refrenar tu verdadera voluntad.
Casi os puedo ver llegados a un Gijón en tinieblas, sólo iluminado por los incendios de los depósitos de gasolina, y arriesgando la absurda posibilidad de contraer la tisis, el tétanos o el tifus. Recuerdo el temor y el desasosiego a los que me hiciste referencia, pues según me contaste, desde que varias escuadrillas de aviones nacionalistas sobrevolaran Gijón a baja altura, los republicanos astures habrían de vivir siempre mirando a sus espaldas. Las fauces de la “quinta columna” se habían cerrado a gran velocidad sobre la provincia, y era natural que la sensación de miedo se acrecentara a cada paso.
Pero eres un astur, y más terco que tu abuelo Venancio. Podrías haber muerto sólo por tu voluntad de llegar a casa. Tengo el convencimiento de que fue el amor a tu tierra y a los tuyos lo que te mantuvo firme en tu convicción de seguir avanzando, y por eso desestimaste por completo la posibilidad de continuar el camino de los que venían retrocediendo del frente de Arriondas. Puedo imaginar tus ánimos al correr un riesgo tan real, créeme. Comprendo el temor que supone dar un mal paso que pueda abocar a un fatal desenlace; por desgracia he tenido la oportunidad de verlo en mis semejantes, en el propio Marcenado. Nunca he querido nombrarte los episodios que he tenido que presenciar. Y si he de serte sincero, tengo que confesar que cargo sobre mi conciencia aquellos momentos en los que se tambaleó mi fe, cuando a altas horas de la madrugada, la Falange requería mis servicios para los pobres desgraciados que quisieran recibir los Santos Óleos de la extremaunción antes de ser fusilados.
Pero no quiero desviarme del verdadero propósito de estas líneas.
Si no recuerdo mal, me contaste que después de salir de Gijón escondido en un carro, entre los útiles de labranza de un samaritano de Siero, continuaste a pie desde un cruce de caminos. El bosque fue tu posada durante los siguientes días… Pero, ¡ay, amigo!, en el momento en el que Dios quiso que te cruzaras con aquel matrimonio, que no era tal por haberse celebrado la ceremonia por lo civil y en zona republicana, no me queda otra que pensar que El Señor te apartó de sus favores. Prefiero imaginar que te acogieron como a un hijo, y que el error que tuvieron para con tu persona naciera de su ignorancia por los frutos que nos regala Asturias. Puedo suponer que su falta se debió a ser naturales de un pueblo castellano, donde las setas tienen otra cara. Amanecía en aquella casa custodiada por coníferas, y bien sabemos todos que el hambre es la peor de las compañías para desperezarse. ¿Quién dijo que aquel año hubo una de las mayores cosechas de manzanas que se conocen en la provincia? ¡El desalmado que desató el bulo se las debió de comer todas!
¡Aquella pareja alcarreña que se apiadó del pobre Dalmacín y que estaba, quiero creer, tan cargada de buenas intenciones!
Me dijiste que los labradores castellanos, además de informarte de que Marcenado quedaba a menos de un día de camino, trocaron contigo un desayuno a cambio de unas horas de trabajo. La tarea consistió en ayudarles a cortar leña para que se llevasen, ¿no es verdad? Tu estómago agradeció el pan negro con achicoria de primera mañana. Y luego, terminada la labor, acercándose ya el medio día, una sopa de setas…
Es aquí adonde quiero que traslades tu recuerdo con intensidad. Tengo la seguridad de que confiaste en la buena fe de aquella pareja de alcarreños y comiste en el almuerzo el hongo tóxico disuelto en una sopa. Es necesario que sepas que el resultado de la ingesta de la llamada “matamoscas” porta un veneno que, una vez desecado, multiplica las alucinaciones. Y ahora creo con firmeza que este mejunje fue el causante de que creyeras que tus padres y tu hermana te recibieron en La Quintana. Y si tengo esta seguridad, además de por lo expuesto anteriormente, es porque estas setas se encuentran en bosques de coníferas.
He consultado un libro escrito a mano por un maese. Si Dios quiere, pronto será tuyo, Dalmacín. La redacción de dicho volumen tuvo lugar durante treinta años sacrificados por ese monje bendecido con el ansia de conocimientos de la botánica, que me cedió como obsequio al concluir mis estudios en el convento de San Francisco hará ya unos sesenta años. Las páginas que se refieren a los hongos, y exactamente a la seta “matamoscas”, rezan que si el fruto es despojado de la cutícula después de una cocción prolongada, pierde los poderes que trastocan la cabeza. Y evidentemente, la pareja de alcarreños que te acogió se dejó deslumbrar por sus vivos colores cuando decidieron secarla para sus sopas. Dios quiera que algún alma caritativa les dé el aviso de su error, o pronto sus vidas se escribirán con renglones torcidos…
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