Las cartas

Carta 25: De Emilio a Don Roque

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Madrid, 7 de abril de 1941

Estimado y respetado reverendo padre Del Castillo Requena:

Quisiera comenzar expresándole mi más sincero pésame por el reciente fallecimiento de su hermana de Vuestra Reverencia, que en paz descanse. Espero que la llegada de la presente encuentre a V.R. con buena salud y a salvo de tantos sobresaltos como me cuenta en su carta del pasado 31 de marzo.

He de decir que su relato me ha encogido el alma, ya que si bien encuentro que tiene V.R. razón pensando que nuestro común amigo Dalmacio estará mejor en un manicomio durante una temporada hasta que se aclare lo de don Sebastián, que Dios tenga en su gloria, no acaba de convencerme que ese sea un buen destino para él durante más de unos pocos días. Dalmacio necesita relacionarse con gente, una vida normal y ordenada que cure las heridas que trajo de la guerra, ya que yo le cuidé las del cuerpo, pero con las del alma nada pude hacer, más que entregarle mi amistad sin reservas. Necesita una familia que le cuide y que le sirva de ancla en este mundo, alguien que le diga qué día es y a qué hora se come. Precisamente, su humanidad es su flaqueza, pues no le hace ningún bien estar solo. Espero que en el manicomio de La Cadellada no le apliquen tratamientos agresivos que puedan hacerle peor, pero como V.R. bien sabe, Dalmacio no es peligroso ni violento, y no hay por qué esperar que tal cosa ocurra.

Sé que él no fue pues me lo contó por carta, y a mí no tiene por qué mentirme. Afirmaba haber encontrado el cuerpo de don Sebastián tras escucharle discutir con un desconocido, y reconoció haberle dado sepultura con la misma pala que le mató. Comprobé que no era capaz de mal alguno ya cuando le conocí, no hace muchos años, pero sí hace mucho tiempo, porque han pasado muchas cosas. Sabrá V.R., como conocedor del alma humana, que en situaciones extremas se forjan relaciones muy fuertes en un período de tiempo que sería muy corto en otras circunstancias. La guerra elimina convenciones sociales; no se puede esperar a que nadie te presente para dirigirte a otra persona, porque pronto puedes estar muerto, y deja al descubierto la madera de la que estás hecho. El que es una bestia contenida por los modales y la civilización, en guerra se queda en bestia ávida de muerte que no puede pensar más que en la siguiente batalla o en el próximo saqueo. El que tiene buen corazón y calidad como persona, aunque por debilidad humana pueda ceder arrastrado por sus compañeros a la destrucción durante algunos momentos, acabará mostrando su humanidad. Y esto ocurrió con Dalmacio.

Permítame V.R. que le cuente cómo llegamos a conocernos. Temprano en la guerra, ya con mis estudios de Medicina terminados, me alisté voluntario en el bando republicano, pues me pareció que era lo que tenía que hacer. Mi madre había muerto de fiebres puerperales al nacer yo y mi padre no atinó a casarse de nuevo, y cuando él falleció a su vez, que tenía yo nueve años, su hermano Ramón, que era mi padrino, se hizo cargo de mí y pagó mi educación, tratándome como un hijo desde el momento en que entré en su casa. Mi tío Ramón murió durante uno de los primeros bombardeos sobre mi pueblo, cerca de Madrid, no de resultas de las bombas, sino de una enfermedad que arrastraba, y viéndome ya adulto, solo y en capacidad de ayudar, cerré mi consulta y pronto estuve destinado a los hospitales de campaña, cerca de las refriegas.

Fue durante la Batalla de Guadalajara, en febrero del año 37, que me trajeron a Dalmacio medio muerto en una parihuela improvisada, porque ya casi no quedaban camillas practicables. Tuvo la suerte de ser de los últimos, cuando ya había pasado el grueso de heridos, y me pude dedicar a él con atención. Una bomba había explotado cerca de él, lanzándole por los aires y alojándole una buena cantidad de metralla en el cuerpo, y llevó un buen rato sacarle los hierros y recomponerle los huesos que entre la onda expansiva y la caída se le habían mellado. No me atreví a moverle hasta un hospital de la retaguardia en su estado, y cuando al poco, dada su extraordinaria constitución, recobró la consciencia, quiso quedarse donde estaba porque, me dijo, no quería más meneos. Me cayó bien y pronto aprendió a hacerse las curas solo, con lo que no daba trabajo, y enseguida que pudo caminar se mostró trabajador y dispuesto a hacer cuantas tareas le encomendáramos. Mi capitán solicitó su traslado a nuestra unidad para el próximo destino, y pronto, ya que andaba renqueante y no podía cargar peso durante cierta distancia, encontró que era más útil conduciendo una de nuestras ambulancias. Fue un buen compañero durante aquella época.

Luego, avanzando la guerra, nuestro escuadrón tuvo que dividirse para cubrir el trabajo de las divisiones que iban cayendo, y le perdí la pista. Nos despedimos con un abrazo, sin saber si volveríamos a vernos alguna vez, y emplazando al otro a hacer una visita al final de la contienda.

Fue en la Batalla del Ebro, acabando el verano del 38, cuando nos volvimos a encontrar. Él seguía siendo conductor de ambulancias, lo que iba mucho mejor con su carácter pacífico que ser un soldado combatiente, y yo era un médico harto de sangre que veía cómo todos los esfuerzos republicanos iban siendo en vano. Si yo le había salvado el pellejo cuando llegó dislocado en angarillas, fue él quien me salvó a mí de la tristeza que me estaba comiendo el alma sin darme cuenta. Ahuyentó mi melancolía con una amistad sincera y sencilla, a pesar de cierta diferencia de edad, compartiendo cigarrillos a las tantas de la madrugada, celebrando la vida y lamentando las muertes. Más de una vez trajo heridos nacionales de tapadillo, porque a él no le importaba el bando, sino que un hombre necesitaba ayuda. A ésos, procurábamos enviarlos a sus filas cuanto antes, pues si eran descubiertos por otros convalecientes podían correr peligro. Me consta que en el otro bando también ocurría lo mismo, pero reconozco con pesar que muchos de los que terminaban en el otro lado de la línea de combate decidían quedarse, pues ya daban por perdida la guerra para la República.

En esos tiempos, pude comprobar la grandeza de su hombría. Aunque hay que conceder que un hombre llano y sin estudios reglados, es íntegro y noble, y la firmeza de la educación que le dieron sus padres le permite ir por el mundo con la dignidad de un príncipe. Le tengo en muy gran aprecio, pues no se merece menos.

En aquellos tiempos me hablaba de V.R., y me contaba, a mí, pobre urbanita, cómo era vivir en el bosque junto a la Quintana. Me contó que las ayalgas viven con un cuélebre en los lagos, pero que no son las mismas que las xanas, que viven en los ríos y que atraen al fondo a los más atrevidos, y me intentó explicar las diferencias pero no supe entenderlas, y me habló de los mouros que viven bajo tierra, y que el Busgosu es el padre del bosque y que protege a los que viven en él, y me enseñó una canción sobre unos gamusiños que se van perdiendo por el camino que ahora les canto yo a mis hijos. Me llenó la cabeza de verdor y el corazón de esperanza, y eso es algo, Reverendo Padre, por lo que le estaré en deuda toda la vida.

Pero debo añadir, V.R., que él es el responsable directo de la vida que tengo ahora mismo. Cuando ya había conseguido hacerme recordar cómo se sonreía, un día afirmó que tenía que dejar ese hospital de una buena vez y salir a ahogar las penas con un poco de aguardiente casero, que él se había enterado de que en una venta cercana tenían un alambique ilegal y que habían habilitado un salón como taberna, donde a veces un hombre tocaba la guitarra y su mujer bailaba para los parroquianos. No quiso escuchar mis protestas acerca del cuidado de mis enfermos y me llevó a empujones, a pie por el camino campo a través, aunque la venta quedaba bastante retirada, pero no teníamos otro medio de transporte.

Se acercaba el anochecer y ya habíamos caminado un buen trecho cuando una columna de polvo nos indicó que se acercaba un automóvil. Resultó ser un camión a gasógeno con la trasera abierta, republicano, aunque si hubiese sido nacional nos hubiese dado lo mismo porque estábamos cerca de los Monegros y no había mucho sitio donde esconderse. Cuando nos identificamos y el conductor nos invitó a subir para acercarnos a la venta, y bajaron los rifles que nos habían apuntado hasta su completa satisfacción, pude ver que detrás del cañón que me había seguido fielmente había unos ojos hermosos, y que mi fusilero resultaba ser una preciosa miliciana. Era cierto que hacía mucho tiempo que yo no veía a una mujer, más allá de las barraganas que acompañaban a los capitanes o las prostitutas que pasaban por el campamento, pero indudablemente era bella y con arrestos.

Si bien su hostilidad se había reducido al reconocernos como partidarios, una mujer sola entre tanto hombre no puede hacerse de miel. Intenté trabar conversación con ella pero fui objeto de las burlas de sus compañeros, que vaticinaban mi fracaso ante las murallas que todos ellos habían intentado asaltar. La verdad es que ella no era desagradable ni parecía realmente molesta, pero sí algo cortante, y la mofa de nuestros correligionarios no ayudaba a romper el hielo. Cuando tuvimos que bajarnos en una cuesta para que el camión consiguiera coronarla, Dalmacio sugirió que se tomaran todos un poco de aguardiente o un chato de vino en la venta y descansaran un poco, ya que la guerra no iba a terminar pronto y seguro que aún llegaban a tiempo. La propuesta fue aceptada y pronto desembarcamos todos en la improvisada taberna.

Allí estuvimos un rato mientras el hombre, cojo, tocaba y su mujer vociferaba unas jotas y daba unos brincos sin mucha gracia, pero que nos tuvo entretenidos y nos permitió relajarnos y olvidarnos de guerras, bajas, heridos y recuentos de municiones. Ella se sentó en un rincón y por fin conseguí que me hablase un rato y me dijera que era de la provincia de Toledo, pero pronto quisieron seguir camino, aunque el ventero les insistió para que se quedaran a dormir, y como iban en dirección contraria a la mía, pues yo debía volver, supe que no iba a verla más. Les acompañamos hasta el camión, ya de noche cerrada, pero cuando quisieron arrancar el motor, no hubo manera. El sargento empezó a maldecir temiendo un sabotaje y una emboscada, pero en mitad de aquellos páramos no era el lugar para emboscar a nadie, y Dalmacio se ofreció a echar una mano para arreglar el ingenio.

No creo que yo hubiese tenido ningún éxito en mi conquista si no hubiese sido por el hecho de que el arranque del camión era de manivela. En uno de los intentos de arrancarlo, el motor hizo un amago, la manivela giró por su cuenta más de lo debido y se le escapó de las manos al sargento, dándole tan mal golpe y tan fuerte en el brazo que se lo rompió. Yo intervine sin pensar. Inmovilicé la extremidad, acompañé al sargento al interior de la venta, le coloqué los huesos y se lo entablillé, fabricándole una férula con un trozo de corteza de leña, unos trapos limpios que facilitó la ventera y un poco de cal muerta que había sobrado de encalar la fachada. Añadí unos taponazos de aguardiente para calmarle el dolor y cuando les iba a mandar en camino ya, vi a Dalmacio al fondo del salón, haciéndome señas de que no lo hiciera y de que durmiéramos aquí todos. Cambié la frase según la estaba diciendo, recomendando que el herido hiciese algo de reposo por lo menos durante la noche, algo con lo que todos se mostraron de acuerdo y que así hicieron.

Esa noche, en la venta, fue ella quien se acercó a mí y quien quiso conversación conmigo. Un mes después, nos casábamos, con Dalmacio de testigo. Luego, él me confesó que había sido él, con los conocimientos de mecánica obtenidos manejando tanta ambulancia, quien había inutilizado el arranque del camión para darme más tiempo, aunque no esperaba la mala suerte de que el sargento se rompiera el brazo, pero que después había reconocido la admiración en los ojos de mi mujer cuando me vio curando al herido, y que por eso, cuando escuchó que yo les estaba despachando, tuvo deseos de estrangularme. Reconoció que si me hubiera tenido más cerca me hubiese dado un pisotón para callarme.

Poco después, a él le trasladaron a otro destacamento y no volví a verle hasta que todo hubo acabado. El 1 de abril de 1939 recibimos juntos la noticia de que la guerra había terminado, y en la pelotera inmediata que siguió, me vi arrastrado hacia Francia, luego en tren, luego en barco y no sé bien cómo, acabé en un campo de prisioneros en Betanzos, en la fábrica de curtidos La Magdalena, de donde me reclamaron de la Capitanía de Oviedo porque podía ser útil y allí, un teniente coronel, cuyo nombre nunca he sabido, me licenció porque no tuve responsabilidad política y pude volver a Madrid, donde vi que no me quedaba nada. Las propiedades de mi tío que no habían sido confiscadas, habían sido destruidas, así que seguí a mi mujer hasta Toledo y conseguí establecer correspondencia con Dalmacio. Ahora tengo dos hijos, una esposa y un buen trabajo, y no lo tendría si no hubiera sido por él. Me faltarán días que vivir para agradecérselo.

Por eso también le había propuesto que acogiese a un buen amigo mío que necesita un clima como el asturiano para una dolencia que le aqueja. Espero que esta circunstancia sea únicamente un retraso y que pronto Dalmacio esté restablecido y de vuelta en La Quintana, donde ambos puedan cuidarse mutuamente.

Lamento haberme extendido tanto, pero quiero que V.R. tenga por seguro que no me mueve otro propósito que el bien de nuestro común amigo. Por favor, no deje Su Reverencia de tenerme al tanto de la evolución de Dalmacio y de contar con mi ayuda para todo lo que fuese menester.

Suplicando su bendición para mi familia y para mí, queda suyo afectísimo su seguro servidor que besa su sacerdotal mano,

Emilio Pérez-Olivares Espinosa.

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