Carta 21: De Emilio a Dalmacio
Madrid, 7 de marzo de 1941
Mi muy querido amigo Dalmacio:
Espero que a la recepción de la presente, los acontecimientos que me narras en tu carta del pasado 22 de febrero no hayan tenido más consecuencias. Te reconozco que había pensado escribirte apenas tres líneas, porque ando muy escaso de tiempo, pero lo que me cuentas me ha aterrorizado como no lo ha hecho nada desde tiempos de la guerra. Estoy harto, amigo mío, harto de tener miedo. Harto de estos tiempos, de tener que estar siempre vigilante por si alguien viene contra mí o contra los míos.
Para ilustrar esto, quiero referirte algo que ocurrió hace unos días, en el pueblo de mi mujer. Habíamos ido a recoger algunas viandas como hacemos cada pocas semanas, pues sin ellas no podríamos alimentarnos en la ciudad. Ocurre que la necesidad es mucha más en la capital que en los pueblos, pues no se puede contar con el fruto de la tierra y del ganado, y el transporte de mercancías es poco menos que una heroicidad, como bien puede contarte nuestro común amigo, el marchante de aceites. Por cierto, no he hablado con él porque me dejó tu carta en lugar seguro, donde la recogí. Espero verle pronto.
Decía que fuimos al pueblo de mi mujer y mi suegro aprovechó para invitarme a tomar un chato de vino en la taberna del lugar, que en realidad es el único sitio de esparcimiento que hay en los alrededores. Allí estábamos charlando de mi vida en la universidad, de la escasez, de cómo vamos tirando, cuando entró un grupo de falangistas, con pistolas y escopetas. Su saludo al grito de “¡Viva España!” nada más traspasar el umbral de la puerta apagó todas las conversaciones de inmediato y dirigió nuestra atención hacia sus cabellos peinados pulcramente hacia atrás como su José Antonio, sus camisas azules y sus pistolas enfundadas y sus escopetas al hombro.
Cómo detesto, querido amigo, el modo en el que se han apropiado del término España, de la bandera, de la libertad de todos. Ahora resulta que si te gusta España es porque eres falangista, y no cabe la posibilidad de que no estés de acuerdo con ellos o de que te guste tu país por motivos que no contemplen. Durante la República, habían tenido el convencimiento de que el poder les había sido usurpado, aunque hubiese sido a través de unas elecciones democráticas, y ahora que lo tienen de nuevo, gozan ejerciéndolo y abusando de él. No insistiré en este punto porque me acabará embargando la ira y quisiera terminar de contarte esta historia, que aunque todavía no te lo parezca, tiene belleza. Disculpa mis divagaciones, amigo mío, estoy muy cansado.
Entraron, como digo. Sus intenciones eran claras, pero quedaron más patentes aún cuando preguntaron por Antonio Cuerda, más conocido como el Renco Cuerda desde que se cayó de un caballo y quedó cojo para siempre. Un buen hombre, que jamás hizo daño a nadie, pero que era acreedor de un nacional por un asunto de tierras. Uno de los falangistas añadió con una risita que sólo querían dar un paseo con él, y todos supimos que si el Renco no aparecía al día siguiente con un tiro en la nuca en la cuneta de la carretera, no se sabría más de él. Nadie tuvo ánimo de responderles, y el silencio podría haber terminado en una escabechina, pues se nos podrían haber llevado a todos los presentes en la bodega.
Y por fin, Fermín, el tabernero, encontró su voz y habló. Dijo a grandes voces de bienvenida que él sabía bien dónde vivía el Renco, les guiñó un ojo y preguntó si venían desde Toledo. Cuando le respondieron que sí, manifestó estar seguro de que estas inesperadas visitas debían de estar sedientas después de tal viaje, y que no podía menos que invitarles a un vino y a algo de comer. Cuando los falangistas dijeron tener prisa, sacó unos chorizos en aceite, que muchos de nosotros hace años que no hemos probado, y no admitió excusas a su invitación.
Los parroquianos se miraban entre sí, sorprendidos del súbito giro a la derecha de las ideas del tabernero, pero desde mi sitio yo pude ver cómo, al pasar a la trastienda a buscar el tarro de chorizos, susurraba algo a un chiquillo, sin duda su hijo, que salió disparado hacia la parte trasera. Ninguno de los clientes nos atrevimos a irnos, porque además quisimos alimentarnos de los deliciosos aromas de los chorizos en aceite, un salchichón y hasta un taco de jamón que el dueño del local sacó de lo más profundo de sus estantes, regado con generosas cantidades de vino peleón.
Duró un buen rato nuestra tortura, olfateando viandas que no íbamos a comer, hasta mucho después de que el chiquillo regresara, y cuando los pistoleros quisieron seguir su camino hacia la casa del Renco, que Fermín les había explicado puntualmente, iban bastante achispados. Además, por supuesto, el hijo del tabernero había ido a poner sobre aviso al Renco, que montado en su mula llevaba un buen tramo de ventaja de camino a los Montes de Toledo. Los víveres que aquellos asesinos habían devorado eran las reservas para todo un invierno, pero con ellos se había comprado una vida.
Aún queda belleza y humanidad entre nosotros, querido Dalmacio, y por eso no pierdo la esperanza, pero estoy cansado. Me niego a tener miedo, porque es agotador. Por mi pellejo me daría igual, pero tengo mujer, tengo familia. Tengo al pequeño Miguel, que es la alegría de la casa con sus pocos meses. No sé qué puedo hacer para protegerlos; a veces pienso si no sería mejor que emigráramos todos a México, pero eso sería vivir huyendo, que es tan fatigoso como hacerlo con miedo. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Por qué tenía don Sebastián mi carta? Se lo preguntaré a nuestro correo cuando lo vea. Debo decirte que me llegaron referencias de ese cura maldito a través de mis pacientes y ninguna era halagadora, pero de qué serviría ahora abundar en la memoria de un difunto.
Hablando de memoria de difuntos, no sé si en tu apartada montaña te habrán llegado las noticias, pero el pasado 28 de febrero murió en Roma el antiguo rey de España, el que fue Alfonso XIII. Estúpido niño mimado, que creía que el trono era de su propiedad, que atrajo la dictadura sobre su pueblo voluntariamente. Supongo que el hecho de haber nacido ya rey le hizo creer que todo le era debido, pero olvidó que para ser rey de España, debía ser rey de los españoles. Muestra de esta cabezonería es que hace sólo unas semanas, después de diez años de que se fuera del país, que renunció al trono en la figura de su hijo Juan, al que los monárquicos llaman Juan III, que es el único de esas ruinas humanas que tuvo por hijos que le ha salido medio sano, aunque en mi opinión es el más tonto. Me contó un carlista de Pamplona que el muy imbécil se coló en España durante la guerra intentando incorporarse a la contienda. ¿Contra cuáles de los que quería que fueran sus súbditos pretendía luchar? ¿A los de qué bando iba a matar? ¿Sobre cuáles pretendía reinar luego, sobre los familiares de los mismos que él había hecho caer? No se puede ser más corto de miras ni menos protector con tu pueblo. Ya dijo Azaña que no se puede triunfar contra un compatriota, ni tener alegría tras esa victoria. Que se quede en Italia gastándose el dinero español que se llevó su padre. El rey ha muerto, ¡viva la República!
En cuanto a mí, sigo con mis clases en la universidad, preparando mi tesina para presentársela a don Carlos Ruiz Jiménez y pasándome una vez por semana a vigilar las obras del Hospital Clínico, aunque en esas ocasiones realmente invierto la mayor parte del tiempo en curar a los obreros que se clavan astillas, se descalabran con ladrillos caídos o se perniquiebran por las precarias escaleras de madera que usan para trepar como micos por la obra. El ambiente entre los obreros es bueno, porque son gente sencilla que ha encontrado un trabajo que les tendrá ocupados por una buena temporada. Ahora, lo importante es conseguir qué llevarse a la boca y buscarse una posición que permita algo de futuro, y procuran no hablar de política ni de ideologías, puesto que un ladrillo sobre otro no sabe de esas cosas. No están sometidos a las presiones de la diplomacia laboral que yo me veo obligado a afrontar todos los días.
El ambiente en la facultad es de lo más desolador. Gran cantidad de los excelentes profesores que daban clase han muerto en la guerra, se han exiliado o no se les permite impartir sus enseñanzas debido a su ideología, y con los alumnos pasa algo parecido. Me pregunto cuántos miembros del Claustro conocen que yo luché en el bando republicano. El caso es que la gran mayoría de los profesores titulares son médicos en ejercicio bien en hospitales o en sus propias consultas, y cobran tanto de la universidad como de sus oficios, pero se dedican sólo a éstos. Esto significa que somos los profesores adjuntos los que nos preparamos los temarios y trabajamos en solitario, sin experiencia docente pero defendiendo el buen nombre de nuestro titular, y rescatamos como buenamente podemos a los gañanes que tenemos como alumnos de las garras de la ignorancia. Algunos han podido seguir estudiando durante la guerra, pero otros son tan alcornoques que si los sacudiera como a veces me apetece, estoy seguro de que caerían unas bellotas. En ese caso, al menos servirían para algo.
Pues debo reconocer, amigo mío, que mi maestro, el admirado doctor Cervello de Guillerna, pasa más tiempo dedicado a sus propios asuntos que a la docencia. Era algo que no me esperaba de él, pero apenas me da unas pautas de qué debo impartir durante las clases, relacionándolas con las preguntas del examen del curso pasado, que es el mismo que va a poner en la próxima convocatoria. Me siento algo desilusionado y quizá estafado. No me esperaba esto de quien yo admiraba como al mismísimo Hipócrates. Me niego a creer que haga semejante dejación de sus funciones, pero no tengo más que mirarme a mí mismo, con mis parcas horas de sueño y mis largos trayectos en mula, para ver que es cierto. Además, últimamente me estaba quedando a dormir sobre unas sillas en una sala discreta de la zona de prácticas, donde duermo mal porque continuamente escucho ruido de pies, pero desde que recibí tu carta con la noticia de que mis letras han pasado por ojos que no son los tuyos, siento decirte que las pesadillas, que se habían ido disipando poco a poco, han vuelto. Hace unos días me tuvo que despertar un alumno de los últimos cursos, porque estaba dando alaridos en sueños y estaba asustando a los pacientes ingresados. Así que ahora procuro volver a casa a dormir, pero no siempre encuentro las fuerzas.
Por último, amigo mío, quisiera hacerte partícipe de un asunto. Quisiera que te acordaras de mi apreciado amigo Luis Miguel Herranz Castillejos, con quien creo recordar que coincidiste en una breve ocasión durante la guerra. Si no me falla la memoria, fue un día en el hospital de campaña que habíamos montado cerca de Zaragoza, a finales del verano del 38, donde fuiste a caer con la ambulancia que conducías. Creo que ese mismo día había un fotógrafo tomando imágenes de todo lo que veía y nos sacó un retrato, quiero recordar que fue contigo y con él. Cómo me gustaría tener esa fotografía.
Pues bien, ocurre que este buen amigo padece de unas fiebres reumáticas que, si no se acompañan con un clima de aire sano y unos hábitos de vida regulares, le llevarán a la tumba más temprano que tarde. Me preguntaba si te parecería conveniente que lo enviase a ahuyentar tu soledad, aunque debo reconocer que aún no he consultado este extremo con él y no sé cuándo podría llevarse a cabo esta visita. Estoy seguro de que encontrarías en él tantas virtudes como yo, y sabes que no se me habría ocurrido esta idea si no tuviese plena confianza en su persona como amigo y como convencido republicano. Ahora mismo creo que está débil y no podría serte de mucha ayuda en la Quintana, pero al menos para alimentar a los pollos llegará. Por cierto que me alegro de que los animales estén ya en tu poder, porque son muy valiosos y los mereces más que nadie.
Debo despedirme ya, compañero, aún tengo trabajo por hacer. Cuídate mucho.
Tu amigo que lo es,
Emilio Pérez-Olivares Espinosa.
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