Carta 13: De Emilio a Luis Miguel
Toledo, 7 de diciembre de 1940
Mi querido amigo Luis Miguel:
Espero que la presente te encuentre bien de salud y que tus sobresaltos hayan disminuido. Lamento que hayan pasado tantos días entre tu carta y mi respuesta, pero esto se ha debido a distintas circunstancias que quiero contarte.
Te comunico por la presente y con gran alegría que el pasado día 17 de noviembre mi esposa dio a luz unos mellizos varones, a quienes hemos bautizado como Luis Dalmacio y Miguel, nombres que espero sean de tu agrado. Hemos puesto la medalla de la Divina Infantita que nos enviaste sobre la cuna que comparten, ya que no se la pueden repartir. Por lo visto, tendrás que enviarnos otra más.
Hubo ciertos problemas durante su nacimiento que te contaré en una ocasión más propicia, dado que ni siquiera sé si esta carta llegará a tus manos en Roma y prefiero ser breve, pero no te preocupes, que tanto ambos niños como su madre se encuentran perfectamente. Miguel es más pequeño que su hermano, pero tiene la determinación de un guerrero y pone ahínco en crecer cuanto puede; pronto será un varoncito robusto y saludable. Estoy muy contento, querido amigo, y me pueden las ansias de proteger a ambos y librarles de todo mal.
En parte debido a estas ansias protectoras, y a las necesidades económicas que significará la criatura de más con la que no contábamos, he decidido aceptar la oferta de mi gran maestro, Álvaro Cervello de Guillerna, y tomar una plaza de profesor adjunto en la Universidad Central de Madrid, en la especialidad de dermatología y enfermedades venéreas. Esto espero contribuirá a engordar nuestras mermadas arcas, además de dar un empujón a mi carrera profesional y tomar aires renovados. A veces siento que Toledo se nos está quedando un poco pequeño y hay demasiada gente interesada en nosotros.
El doctor Cervello se está ocupando de encontrarnos un alojamiento cercano a la Ciudad Universitaria en Madrid. Al parecer, el edificio de la Facultad de Medicina ha resultado muy dañado durante la guerra, pero esperan reconstruirlo pronto en su totalidad. Pero la peor destrucción ha sido la de su profesorado, ya que muchos de ellos se han exiliado, y a otros no se les permite ahora impartir clase. Espero que el aura protectora de mi maestro sea lo bastante resistente como para permitirme pasar desapercibido y no padecer la etiqueta de rojo en mi profesión. Por lo pronto, el médico del pueblo anejo, don Luis Abascal García, ya me ha facilitado algunos contactos para hacer más cómoda nuestra instalación allí, como su amigo Pedro Laín Entralgo. Si bien este hombre se encuentra en mis antípodas ideológicas, es un profesional de reconocidísimo prestigio como historiador de la Medicina y profesor universitario, y sus conocimientos pueden resultarme de gran ayuda. Por supuesto, me ha recomendado también para el Instituto de Investigaciones Clínicas y Médicas que el profesor don Carlos Jiménez Díaz está estableciendo en un hotel de la calle Granada, sufragado de su propio bolsillo, hasta que las instalaciones permitan su traslado de nuevo a la Ciudad Universitaria. Estoy muy emocionado, aunque te confieso que siento algo de vértigo y mucha responsabilidad, pues siento que me costará estar a la altura.
Esperamos estar instalados en Madrid para Navidad, y nos llevaremos a nuestra doméstica, Prado, con nosotros. Adora hasta la locura a Luis y Miguel, y es una ayuda incalculable para mi esposa. Cuando ese par de bueyes que tiene por hijos se enteraron de sus intenciones, se presentaron en mi consulta de muy malos modos. Casualmente, no había pacientes y yo repasaba un vademécum con mi empleado Ricardo, y dado que mi criada es un poco dura de oído porque tiene un tímpano mal curado, pude escuchar cómo esas dos acémilas, que aún no se afeitan una vez por semana, afeaban a su madre que hubiera decidido seguirnos y le exigían, fíjate bien, le exigían que se quedase en Toledo porque era su obligación para con ellos. Lo siguiente que escuché fue un rugido como de león, y a continuación los golpes que Prado propinaba a sus hijos con un rodillo de amasar, merecidísimos, por otra parte, y los quejidos de ellos. Naturalmente, salimos a separarles, y te aseguro, amigo mío, que jamás hubiera pensado que Prado pudiera desencajarse de semejante manera. Si hubiera estado sola, probablemente tendríamos una desgracia que lamentar. Creo que aquellas palabras rompieron alguna barrera en su interior, porque cuando conseguimos quitarle el rodillo se tocaba su mandíbula torcida y gruñía como un animalito salvaje, como tomando venganza en sus dos pequeñas bestias de lo que le había hecho su padre. Al día siguiente, ambos tenían colocación, uno como aprendiz de herrero y el otro como fámulo en un comercio. Ya me ha preparado la maleta, pues salgo mañana domingo, después de misa, a hacer en Madrid los arreglos necesarios, y por supuesto que permanecerá con nosotros.
Prácticamente he cerrado ya la consulta de la calle del Nuncio Viejo, aunque aún recibo visitas intempestivas, sobre todo nocturnas, que llegan con urgencia y furtividad. Creo que hasta ahora hemos conseguido ser discretos, y que mi vecino, el que agujereaba mis paredes para enterarse de lo que se hablaba en mi despacho, no ha conseguido más que aburrirse escuchando a Ricardo repasar sus lecciones en voz alta, aunque ha recibido su merecido. Con lo que no contaba, este indiscreto vecino, era con que cuando haces un agujero en la pared, conectas los dos extremos, y que si él podía escuchar lo que sonaba en mi casa, igualmente podía yo escuchar lo que ocurría en la suya. Así, apliqué un vaso a la pared y conseguí descubrir, porque le reconocí la voz, qué vecino era: uno que se peina como José Antonio pero que se ha dejado un ridículo bigotito a lo Hitler, atildado y con ínfulas de superioridad, y que, además de a su legítima, mantiene a una fulana extraordinariamente fogosa, a tenor de los ruidos que llegan amortiguados desde una habitación lejana de su piso. Ya que la entrada a su edificio se encuentra en el lado opuesto al mío, parecía creerse a salvo, pero no me gusta que me espíen ni que conspiren contra mí.
En realidad, nos habíamos saludado algunas veces al cruzarnos por la calle, sin más intimidad. Hasta que un gélido día de la semana pasada, un caso médico me llevó por detrás de la Catedral, junto al Mercado de Abastos, y allí, en una taberna con aires toreros, le vi bebiendo un vino. Sin pensarlo ni un momento, aunque no sabía qué iba a hacer, entré en el bar, saludé muy educado y pedí una achicoria caliente con un chorro de aguardiente, para entrar en calor. Mientras esperaba, oí que mi vecino tosía, sin duda debido a la sequedad del ambiente y al frío helador. Y se me ocurrió en ese mismo instante cómo tomarme mi revancha.
Disculpándome, me presenté cortésmente, identificándome como médico, y tuvimos nuestra primera charla, aunque yo me mostré preocupado y le hice unas preguntas sobre su estado de salud, comenzando por aquel carraspeo. Él se resintió, y cuando le invité a buscar un sitio con más intimidad para poder hablar con discreción, cogió su sombrero y me siguió de inmediato. Como yo ya sospechaba, él sabía de mi especialidad, y palideció como un muerto cuando le pregunté por ciertos síntomas que podía haber tenido cualquiera, pero que yo evalué con gravedad, invitándole a mi consulta.
Allí, tras un reconocimiento exhaustivo, resultó tener un leve herpes genital, aunque utilicé un nombre lo más largo que se me ocurrió en latín que le convenció de que estaba a punto de que se le cayeran los colgajos a tiras allí mismo. A continuación, le receté unas lavativas con aceite de ricino, innecesarias para su afección pero muy recomendables para mi bienestar, y unas friegas en sus partes nobles con violeta de genciana, una vez por semana, durante cinco, tratamiento que por descontado también debía aplicarse cualquier pareja sexual que hubiera podido tener. Por supuesto, le cobré la consulta, aunque diré en mi descargo que doné el dinero al cepillo de la Catedral. Esa misma noche, Ricardo y yo pudimos escuchar sus aullidos a través de la pared de su picadero al aplicarse el remedio, así como la firme negativa de su querida a imitarle en las friegas. Mi asistente y yo tuvimos que cubrirnos la boca con las manos para no prorrumpir en carcajadas cuando oímos que ella preguntaba: “Pero, ¿cómo te ha recetado el médico esta pomada?”, y él vociferaba como respuesta: “¡Porque los huevos no eran suyos!”.
En cuanto a tus hábitos en la Ciudad Eterna, bien sabes que debo enviarte un buen tirón de orejas. Los horarios irregulares no benefician tu estado de ninguna manera, aunque probablemente ese derivado del cáñamo beneficie tu apetito y tus vías respiratorias, y la cocaína te dé vitalidad y energía. No abuses de esta última substancia, en particular, pues al parecer es cierto que es fácilmente adictiva. Pero lo que más me preocupa es tu soledad, que además, te impones a ti mismo; vas a acabar resultando tu propio peor enemigo. Por muy rodeado de muchachitas que puedas estar, esa cerrazón sentimental no te beneficia. Aparte de que tanta moza pueda ser perjudicial para tu salud en la forma de que alguno de sus familiares puede personarse con una escopeta para ponerte las peras a cuarto, como te ocurriría en cualquier localidad española, me ahorro enumerarte la gran cantidad de enfermedades venéreas que puedes contraer con tu comportamiento. Lo malo de especializarse en estos extremos es que finalmente los acabas viendo en todas partes, pero lo bueno es que te quitan las ganas de muchas tonterías.
Indudablemente, unos cuidados estables y una presencia de ánimo permanente a cargo de una persona te harían mucho bien, e incluso, como tu médico, te recomendaría que contratases a un enfermero o un ayudante de cámara que se ocupase de ti como tú no lo haces, ya que rehúsas casarte. Ya me has dicho que vas a abandonar Roma, y se me está ocurriendo un lugar estupendo donde serías bien recibido. Me permitiré la libertad de preguntar en tu nombre y te informaré puntualmente de la respuesta, dado que, debido a mi traslado, lo más probable es que tú y yo nos crucemos por el camino. Escríbeme, por nuestros medios acostumbrados, a casa de mis suegros hasta nueva indicación.
Como te he dicho, no tengo la seguridad de que esta carta vaya a acabar en tus manos a tiempo, pues además parece que lo que iba a ser una invasión rápida de Alemania sobre Polonia va a ir para largo y se extenderá como una plaga por todo el continente, perturbando las comunicaciones, como lamentablemente sabemos. Por lo que respecta a ese artículo que obra en tu poder, se me ocurren dos alternativas: o bien averiguas en qué consiste en su integridad, cosa que considero imperativa, y una vez hecho esto, lo entregas con la mayor rapidez a quien pueda hacer un correcto uso de ello; o bien asumes su contenido y lo entregas a quien tenga potestad para indagar su composición y darle curso de la forma que probablemente merece. A fe de ser impreciso debo decir que yo tampoco entiendo bien lo que estoy diciendo, pero pongo mis esperanzas en que me comprendas.
Debo irme despidiendo, pues aún tengo cosas que solucionar antes de mi partida mañana. No obstante, tengo algo importante que añadir. La paternidad ha cambiado mi modo de ver las cosas, y debido a esto hay algo que debo contarte, y reconozco que lo he dejado para el final porque sé que en cuanto te lo diga, voy a perder tu atención. Tu señora madre, doña Águeda, me ha enviado una carta para ti, con la petición de que te la haga llegar. Por supuesto, te la remito de inmediato tal cual llegó a mis manos, y te hago el ruego de que la leas, pues de ella nada malo puede emanar. Ahora, con mi paternidad tan tierna que apenas atino a manejarla, el simple pensamiento de no saber qué pudiera haber sido de mis hijos (mis hijos, qué extraño se me hace todavía este sintagma) me estremece, y por tanto te suplico que no dejes a tu madre sin respuesta. Ítem más cuando, según tu última carta, lo que os separó no es cuestión de desamor, sino desacuerdos de la guerra, y nada es irremediable.
Recibe un fuerte abrazo de tu amigo, que te aprecia grandemente
Emilio Pérez-Olivares Espinosa.
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