Carta 44: De Luis Miguel a Emilio
Asturias, 21 de julio de 1941
Querido Emilio:
Seguro que no esperabas recibir de nuevo correspondencia por mi parte, pero siento la necesidad de hacerlo más que nunca. Como verás, mis palabras no salen de mi puño y letra, aunque sí de mí corazón. Reconocerás la escritura de Dalmacio, porque es él quien las escribe; yo le pedí que lo hiciera debido a mi debilidad. Aquí le tengo, escuchándome atentamente, plasmando en estos papeles todo cuanto quiero decirte, y, por qué no, que también quiero decirle a él.
A lo largo de nuestra vida pasamos por muchísimos cambios: de casa, de ciudad, de país, de amigos y conocidos… Todo nuestro entorno se transforma a medida que al tiempo y al destino se les antoja. En muchos casos, estos cambios han supuesto mejorar o adquirir experiencias nuevas. Pero finalmente, a todo te acabas acostumbrando y aprendes a convivir con ello.
Quién me iba a decir que a lo largo de mi vida, pasaría desde París a Roma, regresando a Madrid para acabar en Asturias. Mirando hacia atrás y recordando, estoy feliz. ¡Tanto como viví, me siento afortunado! Pero al mismo tiempo, también muy triste. Aún no entiendo por qué a mí. ¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué una guerra truncó todos nuestros proyectos, por qué tuvo que arrebatarnos todo cuanto teníamos, deseábamos o nos proponíamos? Desde aquí maldigo a todos los que acabaron con todos nuestros sueños por sus ansias de poder. Les deseo el peor final que puedan imaginar. Pero, querido amigo, para eso ya no hay remedio, y aquí quería llegar con todo lo dicho. No podemos mirar durante más tiempo hacia atrás. Debemos caminar siempre hacia delante, destruir todas las barreras con las que nos cruzamos y continuar.
Para mí ya no hay tiempo, pero me gustaría irme con la tranquilidad de que Dalmacio y tú, continuaréis hacia adelante, que no dejareis que os hunda nada ni nadie.
Si, leíste bien amigo, irme, porque mis fuerzas ya no dan para más. A pesar de la ayuda de este buen asturiano que ahora escribe por mí, que se deja el alma día tras día en mis cuidados, ya no puedo más.
Fíjate cómo es Dalmacio que hasta se ha molestado en recoger no sé qué hierbas para prepararme infusiones que sirven para fortalecer el corazón, para dar vitalidad y energía. Ha probado de todo. A veces le notaba ansioso, desesperado por no saber qué más hacer. Hasta sospecho que hay algo más que no quiere contarme. Apenas sale de la casa, está intranquilo e incluso asustado ¿Ves cómo es cierto? Ahora asiente escuchándome al dictárselo. El muy cabezota no quiere que lo diga, pero ya le he amenazado con leer la carta después de escrita y hacérsela repetir si no aparece incluso esta línea.
Pues bien, amigo, todos estos remedios y todos los medicamentos del mundo no pueden evitar lo que ya está sucediendo. Estoy muriendo. Ayer mismo pedí a Xoaquín, el comunista, que avisara a don Roque para que viniese a administrarme los Santos Óleos. Y así fue, hace unos minutos que se ha marchado el párroco, a quien por fin pude poner cara. Nunca pensé que algo tan lúgubre se pudiese sentir tan hermoso. Me sentí como liberado, como si hubiesen derramado sobre mí litros y litros de paz. No te asustes por mí. Ahora sí estoy preparado, preparado para morir. Llora más Dalmacio por escribirlo que yo por reconocerlo. Como desconozco cuantos días, horas o minutos puedan quedarme, antes de partir una vez más, esta vez para siempre, quiero dejar las cosas bien atadas.
Ya escribí a mi padre con la despedida que en este momento se merece. No puedo negarte que sentí pena, mucha pena, de que ahora que por fin volvía a recuperarlo, era yo quien le abandonaba. Atrás queda su esperanza de volver a repetir ese abrazo en el que nos fundimos hace semanas, y del que aún siento el calor y amor. Atrás queda la posibilidad de un nuevo reencuentro entre un padre y un hijo enfrentados por una guerra, pero unidos otra vez por la frialdad de la muerte de una madre y una realidad solitaria. Ahora sí puedo decir que lloro con causa justa. Quizá hubiese sido mejor marcharme con la idea de tener un padre cruel y odioso, que con la imagen con la que quedé tras nuestro encuentro en Madrid, la de un padre, triste, dolorido y apagado. Me despedí de él sin decirle la verdad. Le conté que no volveríamos a vernos por su seguridad, que marchaba de nuevo a Roma a iniciar una nueva vida, pero que esta vez en mi equipaje llevaría algo más: el respeto y el amor por él.
También he escrito a Nati y Miguel, aquellos benditos amigos de Torrejón de Velasco, a los que por supuesto también he mentido sobre el verdadero motivo de mi carta, que aun sonando a despedida no deja de ser un eterno agradecimiento por toda su ayuda prestada, una vez más. Olvidé contarte que ya son padres, por supuesto, de un niño muy bien criado, como me dijeron ellos, al que pusieron por nombre Luis Miguel. Que siguen en sus labores del campo, que no les falta de nada, pero tampoco abunda, pero que se sienten felices y sanos, que es lo importante, tan sanos como para hacer que el pequeño Luis Miguel reciba compañía pronto, ya que Nati vuelve a estar encinta. No sabes cuánto me alegra conocer que sus vidas van bien y hacia delante.
Y ahora me toca hacerlo contigo. Del modo que sea capaz, tengo que despedirme y decirte cuánto tengo que agradecerte, todo lo que no pude decirte en vida.
Tal vez lo único que me duele más que decirte adiós es no haber tenido la ocasión de haberme despedido de ti, de haber compartido siquiera un par de días estas tierras asturianas los tres juntos, Dalmacio, tú y yo. Algo en mi interior me dice que durante aquellos días compartidos en la guerra se creó un vínculo especial, algo familiar, algo más que una mera amistad y que hizo que nuestros destinos se unieran. Algo tan especial como para acabar yo en Asturias con un desconocido, que para ti no lo era, y que ahora siento como un hermano. Emilio, amigo, compañero, nuestros recuerdos de ayer durarán toda una vida. Yo los llevaré conmigo. Tú guárdalos por siempre; los mejores, quédatelos, el resto, olvídalos. Estoy tan seguro de que Dalmacio cuidará de ti y tú de él, que me voy tranquilo. No tengo temor alguno por lo que os pueda pasar, ya me habéis demostrado que sabéis cuidaros bien, pero de no ser así, yo, desde donde pueda estar, os ayudaré y protegeré cuanto pueda. Para ayudaros un poco más, he firmado delante del cura un breve testamento en el que os dejo mis mermadas posesiones, que no son muchas pero algo harán.
¿Recuerdas el día en que me atendiste en el hospital de campaña? Me sorprendió tu serenidad, la misma que ahora quiero que tengas. Me gustó tu comportamiento. Estabas curando a un herido del bando nacional y aún así me trataste como a uno de los tuyos. Siempre he sospechado que, de algún modo, supiste ver en mí esa lucha interna de ideas que me acosaba día y noche, esa disconformidad con lo que estaba sucediendo. Recuerdo cuando te conté cómo ayudaba a los republicanos escondidos en el bosque, contándoles cada una de las estrategias del bando contrario. Leí en tus ojos cierta preocupación hacia mí, y eso me dio la confianza suficiente para reconocerte como amigo desde aquellos difíciles momentos. Las tardes en el hospital de campaña charlando, compartiendo tristezas y risas, fumando unos cigarrillos por el patio y paseando con unas muletas a las que más bien sujetaba yo para que no se rompieran, ¿las recuerdas? Eran tan enclenques que apenas cumplían su cometido.
Cuando tuvimos que separarnos, supe entonces que podría haber distancia, pero no podría romperse ese lazo de unión que ya se había creado. Y el tiempo lo confirmó. No olvidaré la tarde que abrí por primera vez una carta tuya. Fue tal la alegría que olvidé por un momento que Franco había ganado la guerra. Lástima que ese olvido durase sólo unos minutos.
Desde entonces, no sabría decir cuántas veces nos escribimos, pero las suficientes como para conocernos tanto como lo hacemos ahora, las suficientes como para que estuvieses al tanto de todo lo que me ocurría o hacía. Son tantas cosas compartidas que sería interminable enumerarlas todas. Y todo ello me lo llevo conmigo.
Me llevo también todos tus secretos, de los que por tu confianza me hiciste partícipe. Todas y cada unas de las palabras que pronunciaste o escribiste para mí quedarán selladas en mi alma para siempre. Puedes estar muy seguro de que jamás ha salido de mis labios o de mis dedos ninguna de tus confidencias.
Antes de despedirme, quisiera desearte lo mejor. Te deseo que puedas recuperar a tus hijos, a los que ahora tanto echas de menos y que estoy seguro también anhelan el cariño de su padre. Te deseo que de algún modo sepas recuperar el afecto y amor de tu esposa, para que podáis recuperar una vida juntos, si es lo que aún quieres. Y te deseo que consigas todo cuanto te has propuesto. Gracias, gracias a los dos, por vuestra amistad, que ha sido mi fuerza.
Ahora ya sí, estas serán las últimas líneas que puedas leer en mi nombre. Me iré con la tranquilidad de encontrarme con mi madre, con quien por fin recuperaré el tiempo perdido, y juntos esperaremos la llegada de mi padre, Dios quiera que muy tarde, para poder volver a estar unidos y continuar siendo una familia sin guerra.
Un abrazo ahora y por siempre, de tu amigo,
Luis Miguel Herranz.
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