Las cartas

Carta 40: De Emilio a Luis Miguel

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Madrid, 5 de junio de 1941

Querido Luis Miguel:

De nuevo prefiero escribirte en lugar de vernos de nuevo. Qué alegría poder encontrarnos hace unos días; no sabes cuánto bien me hizo sentir que tengo un amigo. Ya lo sabía de antes, por supuesto, pero tenerte delante me consoló más que todas las palabras del mundo en estos malos momentos. Gracias por tu presencia y por tu amistad, pero ojalá hubiera sabido entonces que esos malos momentos precedían a otros peores. Ahora, dados los acontecimientos, que han sido numerosos desde que nos separamos, considero más seguro para ambos regresar a nuestra comunicación epistolar. Verás por qué.

He sabido que don Álvaro ha muerto. Mi maestro, mi guía, mi padre ha muerto de nuevo. Me parece increíble estar escribiendo estas palabras y aún no puedo concebir que no vaya a verle más, que no vayamos a compartir un cigarrillo al final de la jornada, que no pueda consultarle los casos difíciles, que no pueda contar con él. Me invade tal tristeza que no atino ni a pensar. Yo, que hace poco más de un mes me creía el rey del mundo, con mi familia, con mi protector, mi trabajo, mi tesis aprobada, ahora soy un pobre imbécil que se ha quedado solo. Y tengo la sensación de que me lo he ganado a pulso.

Estoy furioso con los Hados y conmigo mismo. Me alejé de nuestros principios, quise vivir la vida de los ganadores cuando yo había perdido. Soy un impostor. Sólo sigo vivo porque soy el único que lo sabe, aunque muchos otros lo sospechan. Es cuestión de tiempo. Me creí a salvo de todo mal y quise dejar la guerra en el pasado, pero la guerra no ha terminado, amigo mío. La guerra sigue, pero ahora es peor, soterrada, omnipresente. El enemigo ya no está delante, sino que es el compañero, el que comparte el despacho, el que te da la paz en misa, el camarero que te pone un vino, la portera, el niño que pide en la calle. Cualquiera puede señalarte con el dedo, y ese dedo disparará una bala que puede matarte tanto como las que nos disparaban hace apenas dos años. Y a veces pienso si no será mejor.

No quisiera cargar sobre ti, a quien he visto tan consumido por la enfermedad, el peso de mis sentimientos, pero necesito compartirlos porque, lamentablemente, no voy a poder enterrar a mi mentor con los muchos honores que merece y celebrar el duelo. Y todos sabemos que eso es tan necesario para cerrar la herida de la separación… Si no pueden hacerse las pompas fúnebres, queda algo pendiente, como una canción interrumpida sin final. Enterrar un cuerpo es enterrar una etapa, cerrar un capítulo, y esto no podré hacerlo. Ni siquiera puedo hacer pública su muerte, debido al modo en que me ha llegado la noticia.

En ausencia de don Álvaro, quedé con la comanda de vigilar el grupo de refugiados que se ocultaban en las ruinas de la construcción del Hospital Clínico del que él se encargaba. Gran parte de ellos habían partido ya, entre ellos Otto, un judío polaco con el que yo había trabado cierta amistad, pero aún queda un pequeño conjunto de acogidos que espera el completo restablecimiento de un joven que llegó con un disparo en el abdomen que tenía bastante complicación, hace unos tres meses. El doctor y yo le operamos en unas condiciones algo precarias, pero el paciente era joven y fuerte, y tenía ganas de vivir, aunque una infección casi se lo lleva por delante. Ojalá pudiéramos disponer de esas nuevas medicinas que han llamado antibióticos; estoy seguro de que nos serían muy útiles. De todos modos, los cuidados de la que parece ser su esposa han sido constantes y por fin parece lo bastante recuperado como para seguir viaje hacia América, donde quiero imaginar que podrá empezar su vida de nuevo sin muchas secuelas.

Después de comprobar que este joven estaba en condiciones de recibir el alta, me dirigí a la tetería Embassy para transmitir esta información y que les incluyesen en el siguiente grupo que partiera. Allí, a través del procedimiento habitual, me encontré con mi contacto, quien me llevó a un aparte, acusó recibo de lo que yo le decía y a su vez, me hizo partícipe de otras noticias. La primera era que había tenido noticia de los dos individuos que se habían presentado en mi despacho con la intención de amedrentarme poco antes de partir yo hacia Asturias. Había sabido que quien los había enviado había sido Pascual Bravo, el arquitecto encargado de parte de la reconstrucción del Hospital Clínico y fiel colaborador y subordinado del ingeniero Eduardo Torroja, director de las obras.

Me indigné muchísimo, como puedes suponer, pero antes de que consiguiera expresar mi ira, mi contacto me detuvo, indicándome con suavidad que Pascual Bravo tenía razones para tenerme antipatía. En el mismo tono de voz, me dijo que Bravo estaba encargado de otra célula de refugiados, igualmente escondidos en las obras del Clínico. Primero, el hecho de tenerme que enseñar los rudimentos de las obras le quitaba tiempo para dedicarle a su grupo; después, verme siempre zascandileando por los dominios que hasta ese momento habían sido suyos le puso nervioso, pues temía que yo fuese a descubrir a su gente. Resumiendo: estábamos en el mismo bando, pero no podíamos saberlo.

Estupefacto, pregunté los motivos de que se me hiciese partícipe de esta información. Mi contacto me dijo que, aun sabiendo que ponerme en el secreto de la participación de Bravo en estos traslados era muy peligroso, sobre todo para la parte contraria, en parte era por agradecimiento, porque sabía el trabajo que habíamos hecho el dr. Cervello y yo mismo en aquellas catacumbas con el joven del disparo, así como el trato que habíamos dado a otros refugiados, y en parte porque mi situación había cambiado. Y acto seguido me dio a leer una carta.

Esta carta estaba algo maltratada, pero era legible. Iba dirigida a mí. Estaba escrita en latín con una letra ceremoniosa y clara, y en ella, mi fugaz amigo Otto narraba cómo habían conseguido salir del país a través de Bilbao hacia Londres, y de allí hasta Manchester, donde habían embarcado en el vapor británico “Marconi”. Este buque formaba parte de un convoy procedente de Liverpool constituido por treinta y cinco barcos mercantes y diecinueve barcos de guerra, que debían protegerles de los submarinos alemanes que plagaban el Atlántico, y se suponía que viajaba de vacío, con apenas unas bolsas de correspondencia, para cargar fruta en Río Grande camino de Buenos Aires.

Pero en realidad, el “Marconi” llevaba pasaje no autorizado, probablemente a escondidas de la propia compañía naviera. Algunos estaban camuflados como marineros de la tripulación, pero otros, en particular unas pocas mujeres, que no podían disfrazarse de tal guisa, simplemente se escondían en los camarotes de la zona de pasajeros, esperando que la travesía terminase cuanto antes. Otto decía que se había llevado una agradable sorpresa al reconocer a don Álvaro entre los embarcados, “virum gratissimum”, quien tenía la intención de llegar a Buenos Aires y desde allí, según me dijo a mí, reunirse con el doctor Gregorio Marañón en su expedición sudamericana. Sin duda, al no encontrar fácilmente otro barco que cruzase el océano, consiguió que le colaran en este pasaje sin declarar. Zarparon el día 12 de mayo.

El día 20 de mayo el convoy se dispersó y el “Marconi” continuó navegando en solitario. Esa misma tarde, consiguieron esquivar un torpedo que les habían disparado, pero en la madrugada siguiente no tuvieron tanta suerte y poco antes del amanecer, fueron atacados de nuevo y en poco más de media hora, el barco se fue a pique.

Algunos de los ochenta viajeros se hundieron con el barco, entre ellos todas las mujeres. No obstante, muchos otros pudieron encaramarse a los botes salvavidas, entre una lluvia de balas disparadas por el propio submarino que les había torpedeado. El capitán y el primer oficial cayeron abatidos, hasta que por fin, el maldito navío alemán se perdió en la niebla. Entre los supervivientes estaban Otto y don Álvaro, aunque éste estaba malherido debido a la metralla de la explosión en el carguero.

Entonces empezó una travesía a la deriva, “gelida tantibus”, decía Otto, de varios días de pesadilla cerca de las costas de Groenlandia. Entre nieve y niebla, sin apenas víveres, sin refugio posible, mojados y medio congelados, fueron muriendo y siendo entregados a las aguas del Atlántico en un breve funeral. Algunos bebieron agua de mar y enloquecieron, e incluso tuvieron que empujar a un hombre por la borda porque había sacado una navaja y quería apuñalar a todos. Y allí encontró la tumba mi mentor, muerto de frío y desangrado, en el fondo del océano.

Otto, por su parte, fue rescatado por el buque de guerra americano “General Greene” y tocó tierra en Canadá, siendo uno de los seis supervivientes que mantenía todas sus extremidades, dado que la congelación había hecho presa en los otros treinta y cuatro. En cuanto le fue posible, había puesto todo su empeño en comunicarme la pérdida, recordando que me estaba agradecido y que el doctor Cervello de Guillerna tenía una excelente relación conmigo, y añadía que su periplo hasta el Nuevo Mundo le había enseñado que durante la guerra hay muchas muertes que nunca se hacen oficiales, y que en la medida de lo posible hay que procurar que nadie se quede esperando durante años unas noticias que nunca llegan. Se despedía con las últimas palabras del emperador Octavio Augusto: “acta est fabula”. A pesar de mi desolación, tuve que maravillarme de la rapidez con que esta carta había llegado a mis manos, sin duda por correo aéreo.

No me dejaron quedarme la carta porque Otto daba también otras informaciones que no debían llegar lejos, pero mi contacto me puso en la mano un certificado de fallecimiento, supongo que falsificado, sabiendo que aparentemente, yo era lo más parecido a un pariente que el Dr. Cervello tenía, me dio el pésame, me apretó un hombro y empezó a irse, dejándome a solas con mi dolor. Pero antes de salir se detuvo, y sin volverse me recordó que me había quedado sin protector. Me deseó buena suerte y se fue.

Así pues, amigo mío, debemos extremar el cuidado. Sobre todo, no debemos atraer la atención sobre nuestra amistad, pues ahora voy a tener que hablar con mucha gente y dar muchas explicaciones, y todo ello en un círculo social en el que tu padre tiene muchos oídos. Hay que encontrar el momento para anunciar el deceso de don Álvaro, y sobre todo, tengo que montar una buena historia acerca de cómo me he enterado de este extremo; estoy pensando en afirmar que me ha llegado un telegrama desde la embajada española en Canadá, pero ni siquiera sé si tal embajada existe ni dónde está. El doctor había dejado instrucciones por cumplir si le ocurría algo, así que tengo que organizar un encuentro con don Vicente Lamata, a quien hizo depositario de sus disposiciones, buscar a los herederos, organizar un funeral, hacerme cargo de sus cosas…

En cuanto a ti y tu domicilio, no te ocultaré que desconozco el contenido del testamento, y por tanto es más que probable que la vivienda que ocupas tenga un nuevo dueño, quien querrá conocer sus nuevas propiedades, y te encontrará en ellas en calidad de sobrino desconocido. Lamentablemente, pero por tu seguridad, debes abandonar esa casa, amigo mío. Dalmacio y Asturias te esperan para tu restablecimiento y protección. Nadie podrá encontrarte allí. Reservaré la noticia del fallecimiento del doctor hasta que estés a salvo.

Por otra parte, he enviado una carta a mi mujer pidiéndole que venga a Madrid para el cierre de curso, que procuraremos que coincida con el funeral de don Álvaro, y la entrega de la cátedra, de la que no tengo más noticias hasta el momento. Luego, si ella así lo considera, podrá quedarse o regresar a Toledo. Les echo tanto de menos a los tres… En lugar de los berridos de un par de bebés pidiendo un cambio de pañal, en mi casa se escucha el permanente estruendo de la radio, los sollozos ahogados de Prado y ahora los míos. He encontrado una foto de don Álvaro muy joven, cuando seguramente apenas había empezado sus estudios de Medicina, la he enmarcado y mi doméstica le ha puesto un crespón negro. Como nadie nos visita, nadie ha de verlo antes de tiempo.

Debo dejarte ya, compañero. Me gustaría que nos viéramos antes de tu partida, pero no sé si será posible. Sea así o no, sabes que cuentas con todo mi aprecio.

Queda tuyo afectísimo,

Emilio.

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