Las cartas

Carta 38: De Emilio a Dalmacio

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Madrid, 24 de mayo de 1941

Mi estimado amigo Dalmacio:

Te escribo la presente sin saber muy bien si es de día o de noche, y ni siquiera estoy muy seguro de que sea sábado. Me encuentro en un estado de agitación tal que podría temer por mi propia cordura, si no supiera que cuanto ha sucedido es verdad. No tengo más que mirar a mi alrededor, o escuchar los sonidos de la casa, para asegurarme de que todo ha ocurrido.

Elena me ha abandonado, Dalmacio. Se ha llevado a los niños y se ha ido con sus padres. Se había llevado a Prado, pero ahora me la ha devuelto porque considera que soy un incapaz que no sé cuidar de mi persona. Es probable que tenga razón. La mucama llegó ayer y me encontró barbudo, insomne y agotado, sentado a la mesa del comedor, con la carta que me dejó escrita arrugada entre las manos. Consiguió acostarme y ha conseguido levantarme, pero no hace más que llorar y me es hostil como un enemigo. Tiene el convencimiento de que todo es culpa mía y no soporta estar separada de los niños. Pero aquí la tengo, leal hasta el fin. Aunque me temo que es más leal a mi mujer que a mí.

Así que he resuelto escribirte para ver si el rasgueo de la pluma sobre el papel consigue amortiguar sus sollozos y sus refunfuños, que casi me están volviendo más loco que el silencio en la casa. No escucho a los niños, no oigo a su madre cantándoles, no siento los sonidos de mi vida. Es como lo que suena tras una batalla: la nada.

A ratos no puedo contener mi tremenda indignación. Pienso que se ha ido, que me ha abandonado, que ha rechazado mi protección, que se ha llevado a mis hijos y se me llevan los demonios, monto en cólera, me arde la sangre y prorrumpo en maldiciones y blasfemias. Arrojo papeles por los aires y derribo figuritas que no nos pertenecen con aspavientos, jurando que ha de volver arrastrándose, que la voy a denunciar y la haré detener y bramando que es una desagradecida a la que no le ha faltado cuanto ha estado en mi mano; luego se me agota el combustible y me doy cuenta de le he faltado yo. He sido un imbécil. He traicionado todo por lo que hicimos una guerra, he bailado al son del nuevo poder en una carrera de galgos en la que he dejado atrás a mi familia, he perdido mi origen y mi norte, y me merezco que me haya dejado. Soy un miserable y un sandio.

También, debo reconocerlo, estoy sorprendido. Y dolido. Y herido en mi orgullo masculino, maldita sea. Y pienso si no estará mejor sin mí, yo corriendo en pos de una posición y sin poder prestarle la atención que requiere. Y encima está encinta de nuevo, Dalmacio. Tan pronto. Me preguntaría cómo puede haber ocurrido si no supiera la respuesta.

Además, estoy cansado. Estoy muy cansado. De todos estos meses, de la tensión de sacarlos adelante. El reciente y rápido viaje ha consumido asimismo gran parte de mis energías, a decir verdad, y ahora mismo hay una parte de mí que está convencida de que ella ha hecho lo mejor para los dos. No dejo de darle vueltas y me doy contra las paredes, como un pajarito que se hubiera colado en una casa por accidente. No consigo concentrarme, cambio de actividad a cada rato y todo lo dejo a la mitad. Creo que lo mejor que puedo hacer es salir a dar un paseo y despejarme. Cuando vuelva continuaré mi carta, amigo mío.

Ha pasado un día desde los párrafos anteriores, compañero, y ha ocurrido algo que me inquieta sobremanera. Antes de poder contártelo, debo ponerte en antecedentes. El aire de la Quintana nos ha dado para largas conversaciones, pero como apenas he tenido tiempo de poner los pies en esta casa, no he tenido oportunidad de describirte ciertas particularidades que tiene.

No sé quién es el propietario de este enorme piso, pero indudablemente tuvo que salir corriendo con lo puesto. Hay ropa en los armarios, platos en las alacenas, cubiertos en los cajones, papeles en el escritorio. Afortunadamente, no quedaba comida en la despensa, pero se pueden encontrar hasta los trapos de cocina. Tengo cierta sensación de intrusión en una vida ajena. Hemos recogido lo que nos ha parecido más íntimo, lo hemos metido en maletas y cajas y hemos reservado una habitación de las muchas que hay como almacén. No obstante, cada vez que abrimos un cajón o una puerta, es probable que aparezca algo que no nos pertenece.

Por otro lado, como la Prado no me hablaba, había desarrollado el sistema de rezongar en voz alta pero sin dirigirme la palabra, para que yo escuchara sus pensamientos pero sin dar su brazo a torcer. Por supuesto, tiene las ideas muy claras: todo es culpa mía y debo correr en pos de mi mujer, postrarme a sus pies y suplicarle mil perdones. De vez en cuando se cansaba de farfullar y de llorar, y como no tiene mucho trabajo, pues un hombre solo y ella misma no le damos tanto trabajo como una casa con tres adultos y dos bebés, ha localizado la papelería de mi antigua consulta en la Cuesta de los Capuchinos de Toledo, que ya no puedo utilizar más que para mi correspondencia privada o cortándole el membrete, y con un trozo de carbón de la cocina llena hoja tras hoja de dibujos. En esos momentos, en mi casa no se oía nada, sólo el roce del carbón contra el papel y luego unos espurreos de leche sobre las obras recién creadas. Y ese silencio me desquiciaba los nervios.

Así pues, cuando ayer dejé a medias mi carta y abandoné el cuarto que, una vez instalados, será mi despacho (y ahora que lo pienso, me pregunto si realmente quiero seguir viviendo aquí), pasando al comedor con la intención de irme a la calle a dar un paseo, cambié de idea sobre la marcha y quise descubrir si en el aparador del comedor, los propietarios del piso habían dejado alguna botella de coñac o algo que pudiera elevarme un poco el ánimo. Cuál fue mi sorpresa al abrir las puertas del mueble y encontrarme un receptor de radio Crosley Conqueror en perfecto estado de funcionamiento.

Naturalmente, al oírme trastear con el aparato, y no sin resistirse heroicamente cuanto pudo, apareció Prado en el umbral de la puerta. Jamás habríamos podido permitirnos las mil pesetas que cuesta un receptor de radio, y debido a la falta de práctica me costó familiarizarme con los mandos del receptor. Cuando por fin pudimos escuchar la voz de Celia Gámez cantando por toda la sala, puso cara de haber visto el Santo Advenimiento. Eso me sirvió para reconciliarme un poco con ella, conseguir que me hablase, en monosílabos, eso sí, y para congraciarnos le pedí que me enseñara sus dibujos y si había hecho algún avance con la escritura.

Abandonó a Celia Gámez con desgana, pero cuando le prometí que luego podría escuchar el radio cuanto quisiera, se avino a enseñarme sus últimas creaciones. Una de ellas era el rostro de un hombre algo abotargado, sin duda amigo de la botella, con la nariz bulbosa pero con el pelo frondoso y los ojos claros, que en algún momento de su primera juventud debía de haber sido guapo. Le pregunté quién era y me dijo que era su difunto marido, a quien dibujaba porque en su reciente viaje a Toledo, acompañando a mi mujer, había visitado a sus hijos y éstos le habían pedido un retrato del creador de sus días. Lo observé con atención, pensando en cómo esa mala bestia de hombre podía haber maltratado a esta buena mujer de esa manera, y ahí quedó la cosa. En cuanto a la escritura, no hay avances.

A partir de ese momento, el silencio ha sido desterrado de esta casa. Las coplas de Conchita Piquer, las marchas militares y los seriales de Radio Nacional han sustituido a los murmullos indignados y a los sollozos sofocados. No obstante, Prado de vez en cuando recuerda que está enfadada conmigo y me responde con gruñidos. Yo, por mi parte, empezaba a considerar la posibilidad de tragarme el orgullo y escribir a mi esposa para tantear el terreno. No tengo ninguna intención de presentarme allí y encontrarme con que me cierran la puerta en las narices. No pienso consentir, además del abandono, humillación.

El caso es que esta mañana, dado que no he conseguido dormir, como viene siendo mi costumbre, he decidido ir a la primera misa del día. Me he acercado al barbero a afeitarme mis barbas de náufrago y he querido seguir con mis rutinas como si nada hubiera pasado. Y mientras me dirigía a la iglesia, de nuevo me ha empezado a picar el cogote. Sin duda, me estaban siguiendo de nuevo. Me giré, buscando con la mirada a la mujer de la que te hablé, la hermana de Francisca Molero, pero allí no había ninguna mujer, sino un hombre medio escondido. Por un momento, me recordó al dibujo que Prado me enseñó anoche, a su difunto marido. Como todavía no tengo noticia de que los muertos regresen de la guerra, no le he dado más importancia y he entrado en misa. Pero de nuevo, ha sonado esa alarma en mi interior, aunque no tengo motivos reales para inquietarme. No obstante, estoy extremadamente inquieto. Quizá es mejor que Elena y los niños estén alejados de aquí.

A la salida, he considerado la conveniencia de acercarme a visitar a mi amigo Luis Miguel en casa de mi mentor, pero se me ha ocurrido que quizá su padre, con quien, como te conté, mantiene mala relación, me haya puesto vigilancia para encontrar al hijo, y esa vigilancia se personifique en el hombre que he visto esta mañana. Cómo querría poder bajar la guardia, aunque fuera unos días… Cuando miraba en derredor buscando a mis seguidores, sin éxito, por cierto, casualmente he coincidido con el doctor Vicente Lamata, que es quien se ocupa de la consulta de mi querido don Álvaro durante su ausencia, y con quien, Dios mediante, compartiré conocimientos y emolumentos en un futuro más o menos cercano. Iba acompañado de su esposa, Margarita, y quisieron invitarme a un chocolate para celebrar tan inopinado pero oportuno encuentro.

Así que nos hemos acercado a la tetería Embassy, que queda tan cercana, y mientras esperábamos a que nos trajeran el desayuno me han preguntado por mi esposa. He improvisado la excusa de que se ha ido a pasar unos días con sus padres, que echaban de menos a los niños, y cuando he mencionado a los pequeños he visto pasar una sombra por la mirada del doctor, mientras que su mujer parecía extremadamente interesada en lo que ocurría en la calle a través de los cristales. He intentado ser discreto preguntando, hasta que Margarita se ha vuelto hacia él y le ha pedido que, ya que seremos socios, era mejor que lo supiera y por tanto, me lo contase.

Resulta que la pareja se casó en 1932, pero no congeniaron y además, no conseguían tener hijos. Así, bajo las leyes de la República, se divorciaron amistosamente en 1935 y cada uno se fue por su lado. El doctor Lamata volvió a casarse con otra mujer y tuvo dos hijos con ella. Pero entonces la República cayó, y con ella, sus leyes. La ley del divorcio fue anulada, así como todos los divorcios que se habían realizado bajo su amparo. Sus hijos pasaron a ser ilegítimos, y los miembros de una pareja que habían decidido que estaban mejor cuando no estaban juntos, se encontraban unidos para todos los días de su vida. Por su parte, la segunda mujer había pasado a ser madre soltera. De un plumazo.

Incrédulo, he preguntado los términos en los que han establecido la nueva situación, y el doctor me ha contado que, en pro de su carrera médica, han decidido aparentar y la pareja oficial ha vuelto a compartir techo, aunque mantiene a su segunda mujer y a sus hijos, a los que visita cuando puede. Por su parte, Margarita tiene libertad para hacer lo que guste siempre que no dé escándalos. En cuanto a la posibilidad, que a ella le habría sido muy agradable, de hacerse cargo de los niños, la segunda esposa ha manifestado su férrea oposición, así que por esa parte no hay nada que hacer. De ahí su tristeza al mencionar a los niños: ni tienen, ni pueden criar juntos a los hijos de Lamata.

También me han hecho notar que cualquiera que no se haya echado a Prado a la cara podría murmurar acerca de la conveniencia de que un hombre solo comparta techo únicamente con la criada. No obstante, su mandíbula torcida, su nariz mal soldada y la piel marcada de acné o viruelas le quitan todo el atractivo. De todos modos, me han advertido acerca de los rumores. En este punto tan delicado de mi carrera, cuando espero un nombramiento, no debo dar de qué hablar. Quiero que mi mujer vuelva a vivir conmigo y se traiga a mis hijos porque es conveniente para mí, pero me pregunto si es conveniente para ellos.

Estas son las cuitas que me afligen, amigo mío. Mañana regresaré a mis clases y a preparar los exámenes finales, y mientras, decido si en cuanto tenga un día libre me subo a mi mula y me voy a buscar a mi mujer a Toledo.

Cuéntame cómo te encuentras de vuelta en la Quintana. Echo de menos esas praderas verdes y las montañas enormes que me hacen sentir pequeño pero libre. Por cierto, te envío copia de la instantánea que nos sacó el fotógrafo minutero en la feria de Marcenado.

Un abrazo de tu amigo que lo es,

Emilio.

Carta 38: De Emilio a Dalmacio
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