Carta 35: De Elena a Emilio
Madrid, 11 de mayo de 1941
Querido Emilio:
Es madrugada. La casa duerme, los niños reposan tranquilos. Ya ves, pareciera que lo hicieran a propósito, eso de llorar, para no dejarte trabajar en el silencio que tú precisas.
No puedo conciliar el sueño. Ni las tisanas me calman esta ansiedad, que tengo hace ya varios meses. Incluso Prado se muestra inquieta ante esta desazón mía.
Llegué a pensar que era fruto de mi estado. Sí, nuevamente estoy embarazada. Quise decírtelo pero no tuve oportunidad. Apenas pude abrir la boca, estabas tan contento por haber terminado la tesis… Créeme que lo entiendo. Ha sido un esfuerzo brutal, casi inhumano. El hospital, la tesis y la docencia en la universidad. Realmente no creí que pudieras con todo.
La que no puede con todo soy yo.
Estoy cansada. Me siento sola pese a estar con los niños y con Prado, que hace cuanto puede por animarme. Madrid me está matando a soledades, las del cuerpo y las del alma.
Te echo de menos. Hace tiempo que no estás conmigo. No sé dónde estás ni en qué lugar nos separamos. Ya no hablamos, ni tienes tiempo, ni tengo ganas. Te quiero, pero ya no nos contamos las cosas. Ha muerto aquella complicidad, que nos hizo amantes y amigos.
No sé lo que te pasa, ni las razones. Últimamente has tenido pesadillas, en las que balbuceas algo sobre una mujer que te persigue. No me atrevo a preguntarte. No quiero respuestas si no son ciertas y me da miedo pensar que puedes contarme una verdad que no me guste.
Ya no me siento a tu altura. No formo parte de esas mujeres que tratas con frecuencia. Esas esposas de catedráticos, educadas en Francia, elegantes y enjoyadas. Yo soy una pueblerina, que se escapó a la milicia para defender unos ideales muy alejados de esas damas. No me siento cómoda a su lado, no me interesan sus frivolidades, ni sus actos caritativos, más propios de la mala conciencia que de la justicia, de la cual ni noción tienen.
Entre copas de champagne –vete a saber cuánta carne se podría haber comprado con el precio de una sola botella- me insinuaron que posiblemente te ofrezcan una cátedra. La mujer de uno de tus mentores vino a decirme que, con el dinero que ibas a ganar, podría mejorar mi vestuario. Todos los días veo luchar a Prado con los estraperlistas, para tratar de conseguir algo de comida que mejore la dieta de nuestros hijos. En la inauguración del Hipódromo de la Zarzuela, sentí verdadera vergüenza, viendo el desperdicio de comida y el lujo, en estos momentos de hambruna de nuestra gente. Porque esa no es mi gente, y tal parece que se está convirtiendo en la tuya.
Estoy cansada y celosa. Tengo celos de la gente que comparte la vida contigo, me cambiaria con gusto por tu amigo Dalmacio al que has ido a ver, pese a todas las cosas que tienes que hacer. No lo digas, o dilo si quieres, que gracias a él nos conocimos. Ya lo sé, me lo has contado cien veces, que tocó la manivela del coche para que no funcionase aquella noche. Por supuesto que no fue su intención hacer que mi compañero se rompiese el brazo, y por ende que tú tuvieses que enyesarlo casi con magia, dado que no había nada para hacerlo, salvo aquel trozo de madera, los trapos, y la cal restante de encalar la venta.
Te admiré tanto el aquellos momentos, que hasta Dalmacio, se dio cuenta de ello. Aquella noche, yo me armé de valor… Fui realmente “una miliciana”. Te ataqué con toda la artillería de mi juventud y me hice con tu posición, sin disparar ni un solo tiro del fusil de mi boca.
Te he seguido admirando, durante todo este tiempo… ¡Eres tan sereno y te adaptas a todo! Hasta mis padres te tomaron cariño al poco de llegar al pueblo, ellos tan taciturnos y desconfiados. Al traerme al niño de aquella desgraciada mujer, sentí que mi admiración se convertía en orgullo y fui madre por segunda vez, sin parirlo, tan sólo por la admiración que tu acto de generosidad motivo en mí.
Tengo celos de tus amigos, es cierto. Probablemente es absurdo, pero te veo tan volcado en ellos que desearía en ocasiones ser como Luis Miguel, al que tanto cuidas, del que tanto hablas. Debe de ser muy peligroso el carrete que le dio Robert Capa para que esté continuamente en peligro, y por extensión también lo hemos estado nosotros. Me pregunto si en algún momento te planteaste consultarme hasta qué punto me parecía bien el riesgo al que sometías a nuestros hijos, y a nosotros en particular, haciendo de correo a Luis Miguel, teniendo él cuenta la persecución de su padre y sus acólitos.
Ya ves que mi soledad me lleva a desbarrar sobre asuntos que tú nunca consideraste también eran míos. Perdimos la República, y las mujeres que tuvimos las mismas armas que los hombres, que luchamos codo con codo, nos vemos desarmadas y perdidas, curiosamente al lado de los hombres que fueron nuestros compañeros de armas. Al conocerte, dependía de las órdenes de mis superiores, y de mi fusil. Perdida la guerra, resulta que dependo de ti, hasta para viajar con mis propios hijos. No dispongo de dinero y soy tan “tutelada” por ti, como nuestros pequeños.
Ya sé, no eres tú. Es el franquismo. Aquellos que perdimos la guerra somos “los sometidos”, y ahora es como si, en esta familia, tan sólo yo la hubiese perdido. De hecho, es lo que sucede: sigo siendo una republicana que perdió la guerra y ahora, el marido.
Cuando regreses de Asturias no estaremos. Me voy con mis padres. De momento me llevo a Prado conmigo, no me arriesgo a irme sola con los niños y en los primeros tiempos del embarazo. Por supuesto, puedes venir a ver los niños cuando puedas o quieras. Sé que no eres precisamente un hombre acostumbrado a estar solo; por eso intentaré que Prado vuelva contigo lo antes posible.
Si te dan la cátedra –tal como dijo la esposa de tu jefe-, avísame. Por sus comentarios respecto a un pobre catedrático de Historia, sé que no está bien visto que no acuda la mujer al evento, sobre todo cuando hay esposa, y en la Universidad actual se miran mucho estas cosas. Avísame con tiempo, para encargarme un vestido adecuado al evento. Deseo acompañarte con el decoro correspondiente a la ocasión. Espero que no se demoren en exceso, pues no quisiera empañar el acto poniéndome inoportunamente de parto.
No pretendo irritarte. Antes te hacía gracia mi ironía, pero supongo que no estamos para ellas. Miguel está bien, por él no te preocupes. En casa de mis padres, con el clima todavía más seco que en Madrid, no me cabe duda de que se mejorará con rapidez. Es un niño muy sano, como su hermano. Pese a estar en primavera, no creo que ninguno de los dos sea alérgico, así que por ese lado, tranquilo, aparte de que tampoco estaremos tan lejos. Ya te he dicho que vengas cuando puedas para verlos.
No estés triste, en el fondo es mejor para los dos. Tu tendrás tiempo para atender a tu cátedra y tus mentores, y yo podré encontrarme con quien quise ser y no soy. Por lo demás, te agradeceré que nos mandes el dinero que puedas; al menos al principio, pues ya sabes que aunque mi padre sigue manteniendo la huerta, ya son bastante mayores y dudo que lo poco que tienen llegue para todos. Le pediré a Prado que vaya haciéndoles retratos a los niños, están creciendo mucho.
Te echaré de menos. Avísanos cuando llegues a Madrid y si hay novedades sobre tu cátedra.
Te quiere,
Elena
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