Carta 26: De Luis Miguel a Emilio
Torrejón de Velasco, 3 de Abril de 1941
Querido Emilio:
En primer lugar debo contarte que, tal y como me recomendaste en tu anterior carta, me aseguré de que el sobre que me hizo llegar el buen carretero estuviera bien cerrado. Y puedes estar seguro de que mi buen amigo custodió bien la carta hasta que sólo yo pude ojearla.
Tras leer tus palabras, me preocupa cuánto estás trabajando, pero recuerda que gracias a tu esfuerzo y dedicación, a tu familia no le falta, y eso te honra. En cuanto a tu pupilo Ricardo, me parece estupendo que dedique su vida a cosas más serias que aquéllas en las que andaba metido, y qué mejor oficio que la Medicina para poder ser respetado y conseguir un futuro digno.
Y referente al asunto en el que te ha envuelto tu mentor y maestro el doctor, sólo te pido o mejor dicho, te conmino a que te protejas. Cuídate tanto como puedas y recuerda que tienes unos hijos que necesitan a su padre. Que ayudes a esos pobres perseguidos por una guerra sucia y cruel es una labor dura que puede ocasionarte muchos problemas y eso me preocupa demasiado, tanto que no hay día en el que no me pregunte si estarás bien. Y eso que aquí, en este pueblecito, apenas tiene uno tiempo para descansar y pararse a pensar.
Como te conté, Miguel y su mujer, Nati, quien hace unos días se enteró de que está esperando un hijo, insisten en que me quede cuanto sea necesario, que su casa es demasiado grande y que mi ayuda les hace mucho bien. Le he cogido el gusto a eso de cultivar el campo, incluso a esos madrugones y a las voces de Miguel cuando me ve parado durante más de dos segundos. ¡Qué hombre! Me pregunto de dónde sacará tanta energía. Es la confirmación de lo que siempre escuché, eso de que los hombres del campo están hechos de otra pasta.
Aquí en Torrejón de Velasco ya conocí a mucha gente. Me llaman “el Forastero”, algunos de forma muy despectiva y otros lo acompañan de una sonrisa; parece que lo de los motes aquí es más seguro para saber a quién te diriges o de quién hablas. El otro día, en la taberna a la que acompaño a Miguel a tomarse sus chatos de vino casi todas las tardes, me enteré de que a él le llaman “el Gato”, y a mí, como te acabo de decir, “el Forastero”, cuando un grupo de hombres que jugaban muy enérgicamente al dominó, al vernos entrar gritaron: “¡Mira, ya han venío el Gato y el Forastero a sacarnos los pocos cuartos que tenemos!”. Es que Miguel y yo hacemos muy buena pareja a las cartas, y a esta gente lo de jugar por jugar no les va mucho, o se apuesta o no se juega. La mayoría de veces ganamos lo suficiente como para invitar a todos a un vinito, que por cierto, de bueno que es, entra solo, y más de una tarde subo esas callejuelas un tanto mareado. Quién me ha visto…
Nati y Miguel ya conocen mi historia. Son tantas noches juntos charlando en su cocina tras la cena, que una de ellas me dio la confianza de contarles toda la verdad. No pude evitar las lágrimas al recordar a mi madre, pero Emilio, como bien dijiste que creías en el alma, yo casi puedo estar seguro de que estas fuerzas que de golpe me han llenado no vienen de forma casual, sino que es mi madre que, allá donde esté, me protege y ayuda para hacerme pasar el tiempo que me quede en este mundo. Ellos ya se han encargado de inventar una historia para explicar al resto de pueblo qué hago aquí y quién soy. Según han inventado, soy un estudiante de los últimos cursos de Medicina que necesita recuperar sus nervios, dañados por la guerra, antes de retomar sus estudios. Parece ser que lo que más les preocupa a las mujeres del pueblo, por lo que Nati me cuenta, es si realmente soy de fiar o no, a lo que Nati les responde que cómo no lo voy a ser, si soy primo segundo de la mujer del Gildo, su hermano. Así que en cierto modo, tenemos respuesta para evitar sospechas de por qué me acogen, ya que somos parientes, como dicen por estos lares.
Estoy feliz, Emilio, a pesar de que, de vez en cuando, tengo esa sensación de una extraña soledad que me ha dejado el fallecimiento de mi madre. Antes de saberla muerta, aun estando lejos, no tenía este sentimiento, y estoy aprendiendo a vivir con él. Ley de vida. Y maldita ley, que me ha arrebatado cualquier posibilidad de enmendar errores o demostrar tanto afecto y cariño guardado que no supe expresar. Pero mira, algo tan triste ha hecho que acabe viviendo en un pueblo donde la mayor preocupación es el campo y la salud de quienes te rodean.
Te podría contar muchísimas anécdotas ocurridas en este tiempo aquí, que quizá no serían curiosas en otro entorno, pero que en este lugar ganan importancia. Sin ir más lejos el pasado jueves, estando en la taberna, o como aquí dicen, “en cá la Clara”, escuchamos desde fuera el relinchar de unos caballos y el soniquete de sus herraduras golpeando el suelo. El silencio se hizo de repente y la hija del propietario, la tal Clara, que en ese instante estaba rellenando unas botellas de vino, se colocó el mandil, nos miró y nos hizo un gesto pidiéndonos que continuáramos así, callados.
Al abrirse la puerta, apareció por la puerta una pareja de la Guardia Civil, con sus tricornios y sus capotes verdes, que se aproximaron al mostrador y que dando un golpe en él pidieron de inmediato dos aguardientes para saciar su sed. Yo me quedé deslumbrado como la polilla por la llama. No podía separar la mirada de ellos, impresionado por su porte de soldados prestos para la batalla, que consideran botín cuanto ven, o el estilo del padre severo al que nada se le discute. Sin darme cuenta, estaba infringiendo la regla no escrita de que los inferiores no miran el rostro del poderoso, y cuando uno de ellos se dio cuenta, me gritó: ¡Y tú qué cojones miras!
De inmediato volví la mirada hacia la mesa para continuar con la partida, donde ya habían desaparecido como por ensalmo las pocas monedas que teníamos apostadas. Luego me contaron que si la Guardia Civil veía dinero mientras se jugaba al mus o al dominó, aparte de confiscarlo sin explicación alguna te podían meter en un buen lío. La situación era más que extraña. Allí estábamos, jugando con cartas que no veíamos delante de la cara pero como si nos fuera la vida en ganar o perder, todos con la mirada clavada en la mesa sin levantarla ni para mirarnos unos a otros, y con una actitud que más que respeto delataba miedo. Tras marcharse la pareja, me llevé más de un collejón por mi imprudencia.
Y es que ni siquiera en estos pueblos perdidos de la mano de Dios se libran de las injusticias del nuevo régimen. Ese mismo día de regreso a casa, Miguel me narraba cómo a la Victoria, la farmacéutica del pueblo, le habían arruinado la vida. Al parecer, su marido murió en el campo de batalla en el 38, y hace apenas un año, en el 40, éste fue condenado a pagar 12.000 pesetas de multa en aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas. Ya ves que poco importaba que el pobre José ya estuviese muerto; su mujer e hijos debían pagar por él. Como la Victoria no podía afrontar este gasto, la farmacia que regentaba fue intervenida por el Estado, que ha colocado un administrador al frente del negocio familiar, cobrando 10 pesetas diarias. Pero, por otro lado, lo que más me gustó de la historia es cómo el pueblo entero está volcado desde entonces con esta pobre mujer, a la que en cuanto pueden regalan patatas, cebollas, trigo, huevos, le llevan la poca comida que sobra o que pueden repartir. Estas cosas son las que hacen que uno crea que todavía hay una España por la que luchar. Ojalá mi camino me hubiese traído aquí antes y en otras circunstancias. Seguramente, Torrejón de Velasco hubiese sido un buen lugar donde acabar mi existencia, y quizá aún lo sea.
La rutina y la vida en este pequeño pueblo me han hecho pensar en demasiadas cosas. Una de ellas, quizá la más importante, es redactar una carta para mi padre en la que no le cuente mi paradero pero sí mi realidad, para que se haga cargo de que perdió a su esposa y de que pronto perderá también la oportunidad de recuperar a su hijo, ya que posiblemente no llegue a tiempo ese perdón que mi corazón añora, pero mi cabeza rechaza. Lo que tengo muy claro, Emilio, es que quiero que el día que esta enfermedad que me recorta la vida decida poner fin a mi presencia en este mundo, mi padre, el arrogante señor Herranz, lo sienta de veras, y aprenda que el rechazo que me expresó fue un error que jamás podrá remediar.
Cuando miro alrededor y veo lo difícil que se hace la vida, lo empinada que es la cuesta, sonrío por dentro pensando que no estoy solo, que tengo un gran amigo en el que apoyarme, y ése eres tú. Además pienso en estos nuevos amigos, tan generosos, que han aceptado vivir con alguien que les puede traer problemas y al que tratan como uno más de la casa, y me siento afortunado. Soy consciente de que podría crear con ellos ese vínculo que tú y yo ya creamos en su día y en peores circunstancias, e incluso conocidos de este lugar, vecinos podría decir ya, me hacen compañía con tan sólo ese buenas tardes o buenos días que todos con los que me cruzo me dedican mientras paseo por las calles del pueblo, y esas palabras casi siempre vienen acompañadas de un “¿cómo va?” que puede dar pie a una conversación.
¿Puedes creer que acudo a misa cada domingo junto a Nati? Miguel prefiere no ir. Dice que no cree en esos curas ni en sus palabras, con las que regalan el oído para que sueltes en el cepillo algunos céntimos que, según él, gastan en vino y lujos. Allí pido por ti, por los tuyos, por mi madre y por mí, y por que regrese a nuestro país la normalidad, la paz que nos fue arrebatada de modo tan injusto, enfrentando a hermanos y amigos y rompiendo familias que hasta entonces vivían tranquilas y tan felices como les era posible.
Compañero, va siendo hora de despedirse, que demasiado pronto llegará el canto del gallo y será hora de volver al campo. Seguiré cultivando las tierras hasta que, si es que puedes, me des alguna opción con la que poder marchar tranquilo y abandonar estos dominios. Pero no te agobies, no hay demasiada prisa. Mi estado de salud sigue siendo estable, y por esa razón, con todo mi agradecimiento, me veo obligado a rechazar tu oferta de ocultarme en esos túneles de que me hablas, que posiblemente agravarían mi enfermedad. Otro importante motivo es la tristeza de tener que abandonar este lugar. Tendrías que ver cómo me cuida Nati, que me recuerda tomar las medicinas, se preocupa cuando toso, cuando me ve afligido o triste… ¡Qué mujer tan buena! Hasta Miguel, con un tono simpático, bromea diciendo que me cuida como a un hijo, y eso que en edad nos llevamos poco, pero hemos ido creando un vínculo afectivo muy grande que hará que no les olvide jamás, y eso nos hace los días más llevaderos.
Ya sí, sin otro particular me voy despidiendo. Puedes seguir entregándole tus cartas a nuestro amigo el carretero, a quien por cierto, si aún no lo sabes, le llaman Manolo, ya que el pobre tiene para tiempo con sus constantes idas y venidas del hospital de Carabanchel. Espero que el plan de viajar a Asturias para refugiarme junto a tu amigo Dalmacio pueda ser factible y deje de ser un peligro para estos amigos, y que pronto me des una respuesta y me hagas saber cómo llegar hasta allí. Tú sólo dame un lugar al que ir, que del resto puedo ocuparme desde aquí sin tener que complicarte aún más tus días.
Tu amigo que lo es y será siempre,
Luis Miguel.
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