Carta 19: De Emilio a Luis Miguel
Madrid, 10 de febrero de 1941
Mi querido amigo Luis Miguel:
Te escribo con cierta urgencia y tengo la esperanza de que nuestro común conocido, el mercader de harinas, termine pronto sus negocios y pueda hacerte llegar la presente con rapidez. Espero que te encuentres bien a la recepción de la presente y que tu dolencia te permita seguir viajando, pues tengo noticias que te afectarán grandemente.
En efecto, tu padre ha ido a Roma a buscarte para traerte de vuelta a España. Indudablemente, era él quien se presentó en tu hotel preguntando por ti, acompañado de su abogado y amigo, Joaquín Urrutia. Me pregunto cómo habrá dado con tu paradero, a pesar de todas tus precauciones. Si te soy sincero, desconozco si sus intenciones son traerte preso como temes, o ayudarte a solucionar tus problemas, pero lo que sí es cierto es que tu madre no se encuentra bien de salud y que quisiera verte.
Como amigo tuyo que me considero, me tomo la libertad de aconsejarte que no te demores. Por favor, toma ese maldito carrete que te ha amargado la vida, mételo en un paquete y mándaselo a una revista francesa, la llamada “Vu”, o a ese periódico inglés para el que sé que tu amigo Robert Capa ha trabajado, “Weekly Illustrated”, o a la publicación americana “Life”. He tenido que preguntar al vendedor de periódicos de la glorieta de Atocha cuáles son las publicaciones internacionales más importantes, y cómo se escribían sus nombres, pero por favor, líbrate de ese objeto que no te ha traído más que desgracias. Seguro que cerca de alguna estación de tren allí en Roma podrás encontrar un ejemplar de esas revistas, y seguro que en una de sus páginas aparecerá una dirección postal a la que puedes enviar tu regalo envenenado.
Además, si te presentas ante tu señor padre con las manos limpias de ese problema, no tendrá de qué inculparte, a no ser que se invente nuevas acusaciones. No obstante, me parece razonable que no quieras mostrarte ante él hasta no saber qué intenciones tiene, pues es posible que en tu estado de salud, si entras en prisión aunque sea durante el tiempo que tarde él en sacarte, para tu maltrecho cuerpo sea demasiado. Por tanto, hasta donde te conozco y me llega el magín, encuentro que cuentas con las siguientes alternativas:
Existe la posibilidad de que te pongas en contacto con tu padre en Roma, para lo que te transmito en billete aparte las señas que me ha facilitado para ello tu dilecta madre, y que regreses a España de su mano. Esto, como hemos establecido, conlleva el riesgo de que él haya contraído compromisos con respecto a tu suerte que no sea conveniente cumplir.
Por otra parte, puedes continuar escondiéndote en la Ciudad Eterna, que por cierto parece haber dejado de ser acogedora para ti, aunque creo que te conozco lo suficiente como para suponer que tan pronto recibas estas líneas, te pondrás en camino. Así pues, me ha parecido sensato actuar antes de esperar tu respuesta y he tomado las siguientes disposiciones, asumiendo que la última alternativa, la de volver a España por tus propios medios sin informar a tu ínclito padre, te resultará la más adecuada.
Ha llegado a mi conocimiento que doña Águeda está ingresada en el sanatorio de Iturralde, en Carabanchel Bajo, cerca de Madrid. Es un lugar muy nuevo, inaugurado hace apenas un año, regentado por monjas, con muy buenas instalaciones. Se encuentra en lo alto de una colina bien batida por el viento para esparcir las miasmas lejos de los enfermos, un edificio largo de tres plantas con un jardín aún raquítico delante, rodeado por una alambrada, como si una valla fuese obstáculo suficiente para evitar que la enfermedad se propague. Al pie de la colina está el cementerio parroquial de Carabanchel Bajo, que linda con las obras de la nueva cárcel provincial. Hay allí una persona que me debe un buen favor de los tiempos de la guerra. Permíteme que sea deliberadamente impreciso al respecto, que nunca se sabe. Debo añadir que las instrucciones que siguen me han llegado en un estado bastante calamitoso y he tenido que planchar pacientemente el papel en el que venían escritas para poder leerlas. Así, he descubierto que mi habilidad con la plancha es bastante lamentable y he quemado alguna parte que he tenido que recrear. Espero que no te cause ningún trastorno.
Así pues, esta persona me ha informado de que cuando quieras llegar al sanatorio, sea la hora que sea, debes seguir la tapia del cementerio dejando la ermita a mano izquierda. La ermita no tiene pérdida, pues tiene la pared del lateral vencida hacia adelante como si se fuera a desplomar en cualquier momento, pero por lo que me han dicho lleva así un par de siglos. Mala suerte sería que se fuese a caer cuando estuvieses tú debajo. Como digo, sigues la tapia por fuera del camposanto, hasta que llegues al esquinazo más cercano a las vías del tren. Crúzalas a esa altura y busca el límite entre un huerto a la derecha y un campo de almendros a la izquierda. Sigue la costura entre los dos terrenos hasta llegar al cercado del sanatorio.
Al llegar a la alambrada, según creo, deberás encontrar un olivo viejo con tres ramas gordas, el cual deberás tener a la vista, y que queda justo pegado a la verja. Hay un trozo de la misma que está suelto y que podrás abrir con las manos desnudas para escurrirte por el agujero. Procura que no te vean y no hacer ruido; las obras de la cárcel aneja están muy vigiladas.
Una vez al otro lado de la alambrada, deberás atravesar unos arbustos hasta llegar a un sendero de tierra muy estrecho. Síguelo a mano derecha, y en cada bifurcación que encuentres elige siempre la que quede cuesta arriba, y si hay duda, la que tenga más pendiente, aunque esto no puedo asegurártelo. Parece ser que te llevará a las cocheras del sanatorio. La del extremo sur estará cerrada pero sin llave. No tendrás más que tirar de la puerta y podrás entrar. Allí habrá unas taquillas, y una de ellas estará igualmente sin cerrar. Dentro habrá una bata blanca, una mascarilla y calzado para que te camufles como personal del sanatorio. En el poco probable caso de que el chauffeur, única persona que tiene acceso franco a esa zona, te encuentre, dile las palabras: “¡Viva la quinta del biberón!”, y sabrá que no debe preocuparse de ti.
Por lo que me han dicho, tu señora madre se encuentra en una habitación propia de la planta superior. Aunque las puertas están sin numerar, según parece se distinguirá la suya porque tendrá una imagen de su muy adorado Sagrado Corazón, en lugar de un crucifijo como todas las demás. Procura permanecer el tiempo imprescindible en el sanatorio y no hablar con nadie. Los domingos por la tarde es día de visita y podrías mezclarte con otros parientes de los internos; si decides acudir en otro momento, puedes abandonar las instalaciones haciendo el camino inverso al que te he descrito.
Quisiera poder ofrecerte mi casa durante tu estancia en Madrid, pero me temo que no sería prudente para ninguno de los dos. No obstante, en el remite tienes mi nueva dirección en Madrid, y créeme que nada me alegraría más que poder darte un abrazo. Si por cualquier circunstancia, la capital no te abriese los brazos como mereces, conozco un lugar donde serías bien recibido. Mi amigo Dalmacio, en las montañas asturianas, vive en un enorme y antiguo molino donde sin duda podría acogerte. Allí podrías convalecer de tu enfermedad; el clima te ayudaría a combatir tus dolencias, y te pondrías a resguardo de cualquiera que te deseara algún perjuicio.
Ya te he hablado anteriormente de mi amigo Dalmacio Argüelles. De hecho, creo recordar que coincidisteis brevemente en una ocasión durante la guerra, cuando ejercía de conductor de ambulancias y pasó por nuestro hospital de campaña. Él y yo nos conocimos en el primer sanatorio al que me destinó la República durante la guerra, cuando ingresó herido de metralla. Su convalecencia fue larga pero eficaz, y durante ese tiempo trabamos una amistad tan cercana como la mía contigo, que procuramos no perder en lo sucesivo. La guerra se ha tragado a su familia y ahora habita solo en ese gran caserío donde vive con los fantasmas de los suyos, y tengo el convencimiento de que a ambos os vendría bien la compañía mutua. Si atiendo a lo que sé de vosotros, creo con sinceridad que encontraréis en el otro todas las virtudes que yo os he visto. A la primera oportunidad que tenga, me tomaré la libertad de consultarle.
Yo no conozco Asturias más que por lo que él me ha contado de su tierra, que describe como un lugar reinado por montañas, vestidas con faldas de pastos verdes por los que querrías echarte a rodar. El ganado es generoso, la lluvia, abundante, y la tierra, fértil, y los caserones escasean por las laderas, dejando mucho espacio para los cultivos y las bestias. Cuenta que hay caballos salvajes que beben en ríos que bajan helados y limpios, que los lobos se llevan a las ovejas despistadas, y que los osos pardos saquean los panales de miel en verano. Además, en los bosques viven criaturas que sólo conocemos por los cuentos de hadas, y un pastor de árboles llamado El Busgosu protege a los que se portan bien con la tierra. Viendo la miseria a nuestro alrededor, ahora que la guerra y la tristeza parecen haberse llevado los colores de las calles y de las vidas, a veces sueño con un sitio semejante, la tierra de los ríos de leche y miel de la que nos hablaban en la Biblia, cuando era niño y acudía con mi tío a misa. Creo que mi imaginación plasma en esas tierras mis anhelos de encontrar un lugar que no haya sido devastado por la guerra.
Mi mentor, el doctor Cervello de Guillerna, nos ha alquilado una casita baja cerca de lo que queda de la Ciudad Universitaria, que lamentablemente está bastante lejos de la facultad de Medicina, en la calle Atocha, donde debo dar clases. Además, tengo que supervisar la construcción de la zona de atención al paciente del futuro Hospital Clínico, y por otro lado estoy trabajando en una tesina que me abra las puertas del Instituto de don Carlos Jiménez Díaz y ando muy corto de tiempo.
Mis hijos crecen sanos y fuertes en manos de mi mujer y de Prado a pesar de la dureza del clima madrileño, que no obstante trae aire limpio y bien frío directo desde la sierra de Guadarrama, perfectamente visible con toda su nieve desde las obras del hospital. Para mi gran sorpresa, por casualidad he descubierto que Prado es una excelente dibujante, a pesar de que es analfabeta. Te envío un dibujo que ha hecho de mis hijos para que los conozcas. Ojalá pudieses verlos en persona.
No acabo de explicarme por qué mi admirado maestro me ha asignado esta casa, una vivienda de una planta con corral y un cobertizo para la mula, pero donde ni siquiera me atrevo a tener unas gallinas porque lo más seguro es que me las roben. Mi trabajo de supervisión de las obras apenas me lleva un par de horas a la semana, y sin embargo esta ubicación me obliga a perder muchas horas yendo y viniendo de la calle Atocha. Ahora, recién empezado el curso, tengo tanto trabajo que a veces me quedo a dormir en el cuarto de médicos del Hospital de San Carlos y ni siquiera vuelvo a casa, pues apenas me daría para descansar un par de horas. Mi mujer no está contenta, pero ahora mismo no tengo otro remedio.
Espero que las instrucciones que te doy con la presente te sean de utilidad a tu retorno al país. Por favor, no dejes de informarme de tu paradero, y cuenta conmigo para cualquier cosa que esté en mi mano.
Tu amigo que tanto te aprecia y que tanto se alegraría de verte,
Emilio Pérez-Olivares Espinosa.
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