Las cartas

Carta 17: De Luis Miguel a Emilio

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Roma (Italia), 15 de enero de 1941

Mi muy apreciado Emilio:

Tengo que contarte algo importante, amigo mío. Debo empezar diciéndote que los últimos acontecimientos acaecidos en mi vida no son los que desearías para mí. ¿Recuerdas el dichoso carrete del que te hablé en mi anterior carta? Pues sigue siendo el principal protagonista de mi actual vida.

Reconozco, camarada, que mi situación ha empeorado. Tras recibir tus letras, tuve la desgracia de vivir una situación muy extrema que ha llenado de dudas mi cabeza, y lo que es peor aún, mis sentimientos. Y esto no está favoreciendo en nada a mi salud, que empieza a desmejorar rápidamente por este estado en el que me veo inmerso. Pero para que lo comprendas todo, debo ir paso a paso.

En la tarde del pasado 31 de diciembre, como una tarde más, regresaba de pasear por la ciudad acompañando a una damisela del vecindario, preciosa, debo decirlo. Una vez la dejé en la puerta de su casa, como buen caballero que soy, y despedirla como merece, encaminé la calle hacia el hotel, cosa que resultaba un tanto difícil. Las calles estaban llenas de gente celebrando ya la próspera llegada del año 1941. Faltaban unas horas para esa celebración, que yo también tenía prevista y a la que acudiría acompañado, por supuesto. A las diez de la noche se servía en el restaurante del hotel una cena especial para dar la bienvenida a un año más, el que traerá el fin de la guerra, y a la cual no pensaba faltar.

Sorteando aquella marabunta de personas, y sin apenas darme cuenta, llegué a las escaleras del hotel. Una vez dentro, el recepcionista, un joven llamado Gianni, llamó mi atención. Recuerdo que pronunció mi nombre muy discretamente, y con gestos me pidió que me acercase. Todo muy sutilmente, sin llamar la atención, con ese aire circunspecto de los profesionales de la hostelería, cosa que ahora, recordándolo, le agradezco enormemente.

Te confieso que aquí me llaman don Francisco. Querido amigo, registrarme en el hotel con un nombre falso fue uno de mis primeros y necesarios pasos para ocultarme, quedando aún a la luz. Aquí en Roma, todo el que me conoce lo hace por este seudónimo. De hecho, hasta aquellos vándalos de los que te hablé en cartas anteriores me llamaban Francesco il bullo, que viene a decir algo así como Francisco el chulo. Y te hago referencia a estos porque de algún modo vendrán relacionados con lo que me dispongo a contarte.

Bueno, pues el amable recepcionista me contó que había recibido, apenas al poco de marcharme, la visita de dos hombres, que me describió como más bien de estatura media y con porte serio, de cierta edad, vestidos con gabardina y sombrero, españoles, ya que no hablaban ni lo justo de italiano. Sobre todo, resaltó su actitud severa y seca. Inmediatamente descarté que pudiese tratarse de cualquiera de esos maleantes italianos, que insistiesen en hacerme entender que mi estilo de vida les molesta.

Todas esas dudas desaparecieron cuando Gianni me pidió unos segundos más de atención. Tras rebuscar entre sus ordenados papeles, encontró lo que resultó ser un cuadernillo donde anotaba los recados pendientes de comunicar a los clientes. Cuando me leyó lo que decía aquel garabato, me quede paralizado. “Señor Herranz”.

¿Mi padre en Roma? Por un momento, me sobrevino esta absurda pregunta, y más aún tras recibir la carta de mi señora madre. Pero era imposible, no tenía ningún sentido. En primer lugar y más importante, cómo iba él a conocer mi falso nombre y dónde me encontraba. Además, mi padre, ¡verme! Él, hombre recto y fiel a su palabra, cuyas últimas palabras que me dirigió fueron: “Ya no formas parte de esta familia, márchate, que para mí, has muerto en la guerra”.

Tuve que disimular mi gesto mientras agradecía al recepcionista todo cuanto me acaba de decir. De camino a mi habitación, mis nervios comenzaban a jugarme malas pasadas, apenas me respondían las piernas para subir un escalón tras otro sin tropezar con alguno. Descarté casi de inmediato la idea de que mi padre hubiese ideado un reencuentro, pero lo pensé fríamente. ¿Y por qué no? Quizá mi madre hubiese intercedido y mi orgulloso padre hubiese dejado atrás todas nuestras diferencias. De ser así, no tenía duda, le entregaría el carrete con todo aquello que sea que contenga, la cara oculta de la guerra, mi obligación moral hacia Robert. Todo con tal de recuperar mi vida, mi familia, en los días que me quedasen.

Ojala hubiese sido así, Emilio. Dejaría mi orgullo arrastrado con tal de lograr lo que mi corazón añora. Hasta aceptaría lo que pudiese venir si, una vez junto a mi familia, tuviese que ser juzgado y condenado, cosa que, estoy casi seguro, mi padre impediría a través de sus más importantes e influyentes amigos y contactos. Pero que incluso si estos no funcionasen, apenas me importaría, con tal de vivir unos días junto a mis padres.

Justo tras tener esta idea, me sobrevino otra, cruel como ninguna. Mi padre podría estar ayudando al régimen como forma de limpiar la imagen de su familia, entregando su bien más preciado, su propio hijo, como Abraham entregó a Isaac, pero sin esperar la clemencia divina. Me aterroriza considerar que fuese capaz de hacer tal cosa. Pero esta imagen reemplazó a la otra; era más probable esto último que una reconciliación por parte del orgulloso señor Herranz.

Intenté tranquilizarme. Llegué a mi cuarto, encendí un cigarrillo, me senté en la cama para darle tiempo a mi cabeza a dejar de dar vueltas. Una vez descartados los bandidos italianos, debía pensar. Fuese el que fuese quien me buscaba, no parecía tener demasiada prisa en encontrarme, o quizá querían hacerme pensar eso mismo. Seguramente querían hacerse con el carrete. No podía dejar que fuesen más listos que yo, tuve claro que no podía encontrarme con ellos. Debía salir de allí cuanto antes y abandonar mi refugio. Ya buscaría la forma de averiguar si se trataba de mi padre.

Y es aquí donde necesito tu ayuda, amigo. Ya que dispones de contacto con mi madre, doña Águeda, podrías consultarle a ella directamente, o a esa portera cotilla, Jacinta, que sabrá cómo hacerse con tal información. Sólo hay que averiguar si mi padre ha salido en mi busca o incluso si ha viajado hasta Roma para encontrarme. ¿Me harás ese favor? Espero tu respuesta ansioso.

Comencé a recoger todas mis pertenencias, entre ellas tus cartas. No podía dejar olvidados tan importantes bienes a ojos de quien pudiese utilizarlas para causarte daño, o causármelo a mí a través de ti. Iban por delante de cualquier posesión. Protegerte al verlas se había convertido en mi mayor ansia, así que las guardé en un falso fondo del interior de mi maleta, allí donde también iba alojado el carrete.

Tras asegurarme de que todo estaba guardado y hacerme a la idea de que mi vida comenzaba una vez más a tomar un nuevo rumbo, abandoné el cuarto y me dispuse a regresar a la entrada del hotel, donde ya inventaría alguna excusa con la que convencer a Gianni de mi marcha temprana. Y fue allí donde antes de descender por completo la escalera, advertí la figura de dos hombres hablando con el recepcionista. Fueron las elevadas voces en español de uno de ellos (triste costumbre de nuestro país la de hablar a gritos, y la de gritar aún más cuando no nos entienden) las que me hicieron comprender que los que me buscaban habían regresado. Ocultándome e intentando ver sin ser visto, observé atento las dos figuras, aunque tenía un ángulo pésimo, y casi podría asegurar que uno de ellos, el que no hablaba, podría haber sido mi padre. Pero no podía arriesgarme, no podía descubrirme. Además, era tanto el tiempo pasado sin verle que ¿quién podría asegurarme que ese era mi padre?

Agachado, escondido en las escaleras, que por suerte dibujaban una exagerada curva en su inicio, busqué entre las cosas que llevaba en la mano un sombrero con el que tapar mi rostro, o al menos ensombrecerlo. Debía ocultarme no sólo de ellos, sino de Gianni, ya que podría señalarme y delatarme en el mismo momento en el que fuese a esquivarlos, y de mi cita para la cena, que había olvidado pero que me esperaba impaciente en el vestíbulo. Qué no hubiera dado por poder volar en ese momento.

El reloj del vestíbulo del hotel anunció las diez de la noche con sus campanas, que fueron apagadas por el ruido de la gente que esperaba y se agrupaba en el recibidor del hotel, militares y mujeres hermosas, caballeros y cortesanas, exhibiendo sus mejores galas y sonrisas. Muchos descendían y pasaban por mi lado, otros tantos entraban por la puerta principal, e inundaban el recibidor a la espera de la apertura de las puertas del restaurante para la gran velada, cuando de pronto un gran estruendo procedente de la calle desencadenó un movimiento de estampida. Unos jovenzuelos, quizá anarquistas, habían encendido una traca de petardos en la puerta del hotel que fue confundida con un ataque con metralleta, lo que provocó que algunas personas buscasen refugio subiendo las escaleras en las que me encontraba o se alejaran bruscamente de la puerta principal.

Algunos de los militares desenfundaron el arma y salieron a la calle mientras las puertas del comedor se abrían para acomodar a los menos bravos, y fue entonces cuando vi el momento de aventurarme y buscar la salida. La multitud sobresaltada había arrastrado a mis perseguidores, y eso me proporcionó tiempo suficiente para calarme el sombrero hasta los ojos, alcanzar la puerta y huir, huir tan aprisa que cuando quise situarme, había alcanzado mi adorada Fontana de Trevi, aquella que me hacía pensar en ti y todos a cuantos recordaba. Y allí tuve el impulso de abrir mi maleta, extraer el carrete que en su día me hizo guardar y proteger mi ya amigo por siempre Robert Capa, apretarlo fuerte en mi puño y lanzarlo al interior de la fuente. Pero no pude. Una voz en mi interior me gritó ¡cobarde!, y fue entonces cuando comprendí que debía ser fiel a mi palabra y seguir adelante con mis planes.

Exactamente lo que debía hacer y prometí en su día: asegurarme de que lo que contuviese aquel carrete viese en algún tiempo la luz.

He de decirte que seguramente cuando te llegue esta carta, mi dirección ya habrá cambiado de nuevo, pero no por ello te preocupes. El mismo que te la entrega en el pueblo de tus suegros, se pasará por allí al cabo de mes y medio o dos meses, lo que tardará en regresar a Italia para hacerse con más harina para su negocio. Él sabrá cómo localizarme. Por el momento y temiendo que estas palabras no lleguen hasta a ti, me reservo contarte más sobre mi nuevo hogar, si es así como puedo llamarlo. Pero no te angusties, estoy bien, cuidándome cuanto puedo y con todo lo necesario para hacerme la vida un poco más cómoda.

Como habrás podido comprobar, junto a esta carta va un pequeño paquete en el que va la medalla de la Santa Infantita que me pediste, que de haber sabido que eran dos las criaturas que venían en camino, no hubiese hecho falta pedirla, ya que la hubieses recibido con mucho gusto junto a la otra.

No puedo terminar esta misiva sin expresar toda mi alegría al ver que mi nombre, de un modo y de otro, aparece inscrito en esas nuevas vidas que te embarcan en esa gran aventura que es la paternidad. Reconozco que la emoción me hizo pensar que gracias a ello, yo también tengo asegurada mi descendencia en este mundo, y que cuando la muerte venga en mi busca, el reflejo de sus nombres te traerá a la memoria a este amigo que siempre te tuvo presente. Deseo con todas mis fuerzas que el futuro de tu familia sea próspero y esperanzador. Por mí no ha de quedar, y aun rechazando mi ayuda económica, quiero que sepas que tengo en mente el futuro de esos pequeños.

Sin más, te hago llegar un abrazo muy fuerte, de tu amigo que lo será siempre,

Luis Miguel Herranz.

Carta 17: De Luis Miguel a Emilio
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