Las cartas

Carta 16: De Emilio a Dalmacio

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Madrid, 31 de enero de 1941

Mi muy querido amigo Dalmacio:

Aunque con cierto retraso, quisiera felicitarte las fiestas, que lamentablemente, por lo que leo, has pasado en soledad, y desearte un feliz año nuevo, sin importar la dureza de los tiempos, ya que no te mereces ni un ápice menos. Cómo me hubiera gustado compartir estas fechas contigo y recibirte en mi casa, aunque en estos momentos eso que llamo mi casa sea un revoltijo de muebles y bultos de ignoto contenido.

Ya hemos llevado a cabo la mudanza a Madrid, aunque aún no hemos terminado de instalarnos. Parece mentira la cantidad de trastos que se acumulan en una casa, aunque sea durante un corto período de tiempo. El tiempo que hemos permanecido en Toledo no ha sido mucho, y además ha conllevado mudanzas a su vez, lo que nos había acostumbrado a descartar lo innecesario, si en estos tiempos de escasez hubiéramos podido conseguirlo, pero aún así tengo la sensación de pertenecer a una tribu de zíngaros que lleven la casa a cuestas, como los caracoles.

El doctor Cervello de Guillerna nos ha buscado un alojamiento que tiene muchas ventajas, pero es incómodo para otros menesteres. Ocurre que ha negociado para nosotros el alquiler de una casita en el Paseo de Aceiteros de Madrid, muy cerca de la antigua Ciudad Universitaria, la cual ha resultado muy dañada durante la guerra por encontrarse en plena línea de frente. La facultad de Medicina, un edificio que iba a ser la construcción más avanzada para sanar el cuerpo humano, ha sido derruido prácticamente en su totalidad, y ahora se impone su reconstrucción.

Mi mentor me ha delegado como parte del equipo para que supervise la reconstrucción, en particular las salas de atención a los pacientes, y por eso me ha encontrado un alojamiento junto al futuro complejo médico. Esto tiene la desventaja de que las clases en las que soy profesor adjunto se imparten en la calle Atocha, junto al Hospital de San Carlos, que están bastante alejados de aquí, lo que me obliga a realizar largos trayectos en mula, que aprovecho para dormitar porque se sabe el camino, perder mucho tiempo y apenas pasar por mi casa. Voy a tener mucho trabajo durante una buena temporada, pues la reconstrucción va a llevar años; apenas ha sobrevivido parte de los sótanos de Medicina, Farmacia es un gran agujero lleno de escombros y metralla y lo que un día fue Estomatología mantiene algo de dignidad, pero los muros han quedado tan dañados que sería una temeridad intentar salvarlos. El Hospital Clínico, por su parte, muestra unas costillas despachurradas en sus forjados al aire, surgiendo de la tierra como una Atlántida abandonada a la que los dioses le hubiesen arrebatado el mar. Es un espectáculo muy, muy lamentable.

La Ciudad Universitaria ha creado una Junta Constructora, la cual ha delegado la dirección de obras a un ingeniero, llamado Eduardo Torroja, que comenzó a trabajar en estas instalaciones ya en 1929, bajo las indicaciones de su ahora exiliado maestro Modesto López Otero, y que ahora sufre al verlas derruidas y castigadas por la guerra. Su dolor sólo es comparable a su entusiasmo por volver a edificarlas. Es un hombre de unos cuarenta años, gran fumador, de frente despejada y mirada triste, pero culto, de mente cristalina y de decisión rápida como un cirujano. Ya hemos celebrado varias reuniones y hemos congeniado, aunque tengo mucho que aprender. Me han asignado a un arquitecto llamado Pascual Bravo para que me enseñe los rudimentos de lo que debo saber, pero éste no parece particularmente contento de tener que compartir los secretos de su profesión con un patán rojo y sin conocimientos como yo. Procuro aprender cuan rápido puedo y molestarle lo menos posible, pero percibo su impaciencia y descontento. Me gustaría que fuese Torroja quien se ocupase de ilustrar mi ignorancia, pero lamentablemente es un hombre muy ocupado y no puede dedicarme el tiempo que necesito.

Mi mujer no está muy contenta con el traslado. Dice que echa de menos el pueblo, a sus padres, que todo está lleno de polvo debido a las cercanas obras y que es mucho más difícil abastecerse que en Toledo. En esto, no le niego la razón. Nuestra casita tiene un patio en la parte trasera donde podríamos tener el par de gallinas y el gallo que teníamos en el pueblo de sus padres, pero para que las gallinas pongan huevos es necesario el gallo, y si un gallo se hiciera oír al amanecer entre la necesidad que extiende por aquí sus dominios, tanto el gallo como las gallinas desaparecerían de inmediato en el interior de una olla. En menos que canta un gallo, como quien dice. Prado y ella hacen cuanto pueden para llenar la despensa, y por cierto que han tomado buena nota de tu tortilla de patatas, pero si no fuera por nuestras periódicas expediciones al pueblo, con la cartilla de racionamiento apenas podríamos alimentarnos. Mi sueldo es magro y además de a las dos mujeres y nuestros dos hijos, tengo que alimentar a la mula, pues además de ser imprescindible para mí, reconozco mi apego a ese inteligente animal, y no siempre podemos afrontar las diez pesetas por el grano o las veinte pesetas que cuesta un kilo de azúcar en el mercado negro. Panda de ladrones aprovechados, a precio de tasa debería ser una peseta el pienso y el azúcar a una peseta con noventa.

Aquí en Madrid hay mucha más necesidad que en los pueblos, pues la gente no puede cultivarse un pequeño huerto o intentar abastecerse a base de trueque. Muchos pacientes acuden al Hospital de San Carlos sin dinero alguno, pero sí con tarros de miel o unos pocos huevos. Con esos pagos, podrían alimentarse ellos y su familia durante algunos días, pero de qué te sirve poder alimentarte si ya estás muerto. Así pues, he aceptado un par de pagos, y como te agradezco grandemente tu intención de que los Reyes Magos visiten a mis hijos, he negociado con Sus Majestades en tu nombre y, a través del tratante de aceites, te envío una pareja de pollos. Procura no comértelos, al menos en una temporada, para que te proporcionen buenos huevos que sacien algo tu hambre. Deja que incuben alguno y así tendrás repuesto en el caso de que uno de ellos termine en tu puchero. Excuso decirte que no se los lleva desde aquí y que los comprará de camino, pues dudo que resistieran tan largo viaje en una época del año tan dura. Por cierto que hemos sabido por el ABC que a su más directo competidor, Salvador Benítez, de Écija, le han sacudido una multa de 3.000 pesetas por venta de aceite a precios abusivos y en malas condiciones, y además tendrá que afrontar un juicio por delito contra la salud pública. Últimamente he visto pocos hombres más contentos que mi (nuestro) tratante de aceites tras conocer la noticia, aunque no suene muy cristiano.

Por mi parte, ocupo mis días entre las clases en Atocha, la supervisión de las obras y la preparación de un trabajo que me abra las puertas del Instituto de Investigaciones Clínicas y Médicas que el profesor don Carlos Jiménez Díaz ha establecido en un hotel de la calle Granada, sufragado de su propio bolsillo. Y por supuesto, misa los domingos sin falta, o me pasaría factura a mi carrera profesional. Desde la misa de parida, que ya celebramos en Toledo, cada semana acudimos toda la familia, incluyendo a nuestra doméstica, para que se nos vea bien. Por las noches intento avanzar en mi tesis a la exigua luz de un candil, ya que la luz eléctrica se raciona a las diez de la noche, y por fin caigo muerto en la cama, hasta el punto de que ni siquiera los niños me despiertan. Y digo bien, en la cama, pues allí nada me arranca del sueño, cosa que sí me pasa fuera de ella. Pero merced a los horarios intempestivos a los que mi nueva vida me obliga, descubrí una nueva y sorprendente faceta de nuestra fámula, la indescriptible Prado.

Ocurre que, desde mi encuentro con aquella mujer que te conté, que ha poblado mis pesadillas desde aquel mismo instante, cada vez que me quedo dormido sobre una mesa o apoyado en una pared, cualquier sonido de pies arrastrándose es como un alarido a mis orejas. No puedo quitarme de la cabeza la idea de que si no hubiera estado durmiendo, la historia hubiera tenido otro final, pero no sirve de nada lamentarse ahora. Como te decía, caí rendido sobre mi mesa y mis papeles de trabajo tras un largo día de estudio, y el candil consumió su aceite y se apagó. Un tiempo después, un susurro de pasos me despertó, pero sin sobresalto; únicamente abrí los ojos y vi, con la leve luz de las primeras luces del alumbrado público, la figura de olivo de la Prado, chaparra y retorcida, que pasaba por delante de mi puerta y llevaba algo en las manos hacia la cocina. Permanecí unos minutos en silencio, intentando contar todas las contracturas que tenía en la espalda, que eran unas cuantas, y por fin me estiré y me levanté para meterme en la cama.

Escuché que Prado se sobresaltaba y el murmullo furtivo de alguien que esconde algo. Como las aventuras anarquistas de mi mancebo Ricardo me han dejado escamado con lo que ocurre debajo de mi techo, entré en la cocina y le pregunté a Prado qué estaba haciendo. Empezó a gemir como un perrillo, a encogerse y a tocarse la mandíbula, en el gesto que hace cuando se asusta o pierde el control, así que intenté tranquilizarla. Cuando alargué la mano hacia ella levantó el brazo como para esquivar el golpe, y vi que tenía los dedos negros, pero antes de que pudiera tocarle el hombro como era mi intención, vi que había escondido unos papeles en el cajón de la mesa de la cocina, pero con la precipitación había dejado gran parte fuera.

Abrí el cajón ante sus protestas en susurros, para no despertar a los niños, y, ay, amigo mío, apenas podía creer lo que vieron mis ojos a la luz del alumbrado público. Con un trozo de carbón de madera y papeles sustraidos de mi consulta, escritos por una cara o emborronados de tinta, Prado, que no sabe leer ni mucho menos escribir, hace maravillosos dibujos, que luego fija espurreando por encima algo de leche con agua de su ración. Dibuja retratos de mis hijos, de mi mujer, incluso míos, con notable parecido y gran pericia. Se puso a llorar, pensando que los iba a hacer pedazos o echar al fuego, pero ¿cómo podría hacer eso con semejante prueba de amor y entrega a mi familia? Me costó hacerle entender que no estaba enfadado con ella y que valoraba sus dibujos, e incluso conseguí que me enseñara algunos más, entre los cuales no conseguí descubrir ninguno de esas dos acémilas que tiene por hijos. Te envío uno que hizo del pequeño Miguel, ya que, a falta de pecunio para fotografías, estamos guardando el resto de sus retratos como recuerdo. Prometí conseguirle mejor papel con la condición de que aprendiera a escribir.

Al día siguiente, le pedí a mi mujer que, en los ratos que tuvieran libres, intentase enseñarle los palotes de la escritura a Prado. Se mostró tan sorprendida como yo por sus habilidades, y nos preguntamos con qué clase de bestia habría estado casada esta buena mujer. Sé que no es nada cristiano lo que pienso, pero quizá alguna bala en la guerra fue bien dirigida a alguien que la merecía.

Intentaré hacer averiguaciones sobre ese mosén que me mencionas en tu carta, pues como bien dices parece alguien muy peligroso y de quien debes guardarte, pero quizá con algo de información te puedas defender mejor de él. Prometo mantenerte al tanto. Espero que el mes de enero no se te haya hecho demasiado largo sin estufa ni chimenea, o que al menos, don Roque haya podido volver con celeridad del lado de su supongo ya fallecida hermana. Trasládale mis condolencias. Por favor, no dejes de escribirme o me temeré lo peor.

Tu amigo que lo es y que te aprecia,

Emilio Pérez-Olivares Espinosa.

Carta 16: De Emilio a Dalmacio
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