Carta 14: De Águeda a Luis Miguel
Madrid, 16 de septiembre de 1940
Mi muy querido hijo Luis Miguel:
Espero que al recibo de la presente te halles bien de salud y feliz. Puesto que no está en mi mano el cuidarte y protegerte, el procurarte lo mejor, sólo me queda la esperanza de que este deseo mío sea tan potente que viaje a través de la distancia que nos separa y llegue hasta ti. Le pido a Dios Todopoderoso que oiga mis humildes súplicas.
Sé que al recibir esta carta te vas a sorprender y te vas a preguntar quién nos ha informado de tu paradero, ese que tan celosamente has estado guardando. No quiero que culpes a nadie, en todo caso a mí, que he sido quien ha forzado las cosas para saber dónde estabas. Conseguí sonsacarle a Jacinta, nuestra portera, cómo encontrarte. Un día de los muchos que yo andaba preocupada y penando por ti, ella quiso consolarme. Después de mucho rato de llorar juntas, ella me dijo que estabas bien, que no tenía que preocuparme ni pasar fatiga. Me extrañó su seguridad, me hizo sospechar que sabía más de lo que decía y comencé a preguntarle. Pese a que la pobre se resistió todo lo que pudo, tú ya sabes cómo las gasto, y lo muy persuasiva que puedo llegar a ser. No hicieron falta las amenazas aunque no voy a negarte que hubiera sido capaz de llegar a ellas de no haberla conmovido con mis súplicas. Fue así como me contó que había sido paciente de tu amigo, el doctor Pérez-Olivares, que él es el que la trata de esa artrosis del diablo que le está deformando las manos. Entonces le rogué con todas mis fuerzas que le pidiera al médico que te hiciera llegar esta carta.
Por favor, no te enfades conmigo. Debes entender que como madre que soy no me es posible olvidarme sin más del fruto de mi vientre. Aunque tú no lo quieras, seguimos unidos por el cordón que te alimentaba cuando estabas dentro de mí, y ese es un lazo que yo nunca cortaré, bien lo sabe Dios. No es fácil para mí hacer esto que estoy haciendo, créeme. Me he estado debatiendo durante muchos meses entre mis obligaciones de esposa y mis sentimientos de madre. Has de saber, hijo mío, que tu padre se sentiría traicionado si llegara a enterarse de que te he escrito pues sigue empecinado en su enfado contigo. En mi memoria aún está fresco el día de vuestra última discusión. Desde entonces, nombrarte se ha convertido en fuente de tensiones y, sobre todo, de tristeza para esta familia.
Pero no vayas a creer que tu padre no te quiere. Ya sabes cómo es, a veces demasiado recto en sus principios, inamovible. Pero también sabes que él te quiere a su manera, como quereis los hombres, más aún los de su época que anteponen el orgullo y otras cuestiones a ese otro sentimiento mucho más puro que es el amor. En eso las mujeres somos diferentes. No estaremos dotadas para los estudios, la política o los negocios, bien lo sabemos, pero en el terreno de los sentimientos el Señor nos ha compensado con creces y os llevamos mucha ventaja, aunque eso haga que penséis que somos seres débiles: en nuestra debilidad radica nuestra fuerza. Sí, ya sé que tu padre te dijo que para él estabas muerto, pero lo dijo en un momento de rabia y ofuscación. Estoy segura de que sabrás perdonarle.
Como estoy segura de que él sabrá finalmente perdonar esta falta mía, esta traición que le hago al desobedecer sus órdenes de olvidarme de ti. Espero que, llegado el momento, si ocurriera que de algún modo sepa de esta pequeña traición, pueda entender que lo que me impulsa es una fuerza superior a todas las demás y que no es otra que el amor de madre, de esta pobre madre que añora a su hijo y se muere de tristeza al no poder verle. Pero que también es una esposa que sufre por el dolor de su marido, destrozado por la tristeza, bloqueado por un mal entendido amor propio que le hace distanciarse de lo que le es más querido: su hijo.
Pero discúlpame, hijo mío, que divago y me pierdo en mil cuestiones que no vienen al caso. Es que hace tanto que no te veo que hay demasiado que contar, y las palabras y los pensamientos se agolpan y es muy difícil convertirlos en frases ordenadas y con sentido. Dime, hijo mío, ¿cómo estás? Me contó Jacinta que habías pasado una temporada en París. Dice que te ha gustado mucho la capital francesa y que estás allí como pez en el agua. Entiendo que buscas tu lugar en el mundo, en este mundo que, sabe Dios, se ha vuelto loco, pero eso no evita que te eche de menos. ¡Cómo me gustaría estar contigo y pasear de tu brazo al lado del Sena o por los Campos Elíseos! Tu padre y yo estuvimos ahí hace muchos años, de recién casados. Qué buenos recuerdos me trae la Ciudad de la Luz… Pero qué tristeza me da saberte tan lejos. Cuéntame cosas de tu estancia en el París de la Francia, que diría el abuelo que en paz descanse. No son buenas las noticias que nos llegan de Europa sobre la gran guerra que ahora se libra ahí. Cuídate mucho, hijo, no quisiera que hubieras sobrevivido a nuestra guerra para dejarte la vida en otra que nada tiene que ver contigo.
Aquí vivimos días extraños. La guerra ha pasado sobre todos nosotros aplastándonos y dejando heridas en la piel y en el alma. Las de la piel acabarán sanando, las del alma permanecerán. Esta guerra fratricida ha dejado muertos en ambos bandos, y obstáculos insalvables entre familias divididas por sus ideas políticas y por sus muertos. Tu padre se enfada conmigo cuando digo que todos hemos perdido, que yo no me siento parte del bando vencedor. Me siento vencida, hijo mío. No me gusta que personas a las que quiero y aprecio vean en mí al enemigo, que teman hablar en mi presencia por si se me ocurriera delatarles… Poco me importan si están equivocados en lo que piensan. Y luego está la represión. ¿No tienen ya suficiente esos rojos con lo que han sufrido? ¿No han perdido ya bastante? Y es que una guerra entre hermanos, entre padres e hijos no es algo natural, no es algo que Dios debiera permitir. En realidad ninguna guerra. Las madres y esposas llevamos a cuestas la cruz del dolor que supone para nosotras cada esposo y cada hijo perdidos en el frente, no entendemos de victorias ni de política pero sufrimos irremisiblemente la pérdida de nuestros seres queridos. La guerra nos ha destruido el presente y nos ha hipotecado el futuro. ¿Cuándo regresará la vida a la normalidad?
Como no quiero aburrirte ni entristecerte te dejo ya. Además, tengo prisa por leerte, por tener en mis manos tu respuesta y saber que estás bien. Cuídate mucho, hijo, cuídate por ti y por mí, que si llegara a pasarte algo esta pobre vieja no podría perdonárselo nunca. Y reza. Reza a Dios nuestro señor para que las cosas vuelvan a su cauce, las gentes a su ser; para que puedas volver a casa, reconciliarte con tu padre y rehacer tu vida, que es la nuestra. Aún no he perdido la esperanza de que a la vuelta encuentres a una buena chica con la que formar una familia para darnos hermosos nietos que nos hagan olvidar todo lo malo que ha pasado, que aún no ha acabado de pasar.
Con todo mi amor me despido de ti. Tu madre que te quiere y te añora,
Águeda Castillejos, señora de Herranz
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