Carta 8: De Emilio a Dalmacio
Toledo, 4 de octubre de 1940
Mi querido amigo Dalmacio:
Acabo de tomar tu carta en las manos y, lamento decirte que no me siento nada tranquilo con lo que me cuentas. ¿Qué ha sido de ti, amigo? ¿Qué ha ocurrido con tu familia? Espero sinceramente que cuando recibas la presente, tus seres queridos hayan vuelto contigo sin daño alguno. No pienses extremos absurdos como que se los hayan llevado para hacerte salir de tu escondrijo; no somos tan importantes. No fuimos más que unos pelanas prescindibles en una guerra enorme. Si hubieran sabido encontrar tu escondido caserío para ir por ellos, podrían haber esperado un poco más y atraparte a ti en persona sin usar cebos. Estoy seguro de que las circunstancias han sido muy otras y quisiera que las descubrieras pronto. Deseo de todo corazón todo bien para ti y los tuyos.
Mantén la calma, pues la vas a necesitar. Sé por experiencia que hay cosas que te afectan especialmente, y para eso te recomiendo infusiones de hojas de tilo, lavanda o valeriana, hierbas que probablemente tengas a tu alcance. No te recomiendo la adormidera y mucho menos si estás solo y con el estómago vacío. Procura comer, necesitas fuerzas para mantener la atención; el bosque es generoso con quien lo conoce bien, y más si sois tan pocos a repartir como habitantes quedan en tu zona. Cuídate cuanto puedas y mantén la esperanza. De todos modos, he consultado tu caso con un médico más sabio que yo, el doctor Cervello de Guillerna, mi jefe en el hospital de campaña. Espero su pronta respuesta, que te trasladaré tan pronto reciba.
Cuánto lamento no poder hacer nada más por ayudarte que responder a tus cartas cuando las recibo. ¡Qué impotencia! No tengo más que palabras para ti. Quisiera estar allí y ayudarte a buscar a tu familia, aunque ahora me resulta de todo punto imposible, como sabes. De hecho, todo ha estado relacionado entre sí. Lamento molestarte con mis minucias cuando tienes cosas tan graves de las que preocuparte, si bien, como gran amigo que eres, espero que encuentres algo de alegría en mis noticias, que aunque no son las que quisiera darte, tampoco son malas.
La criatura que viene parece remisa a nacer, como si no quisiera aparecer en el mundo hasta que terminasen los calores del verano. Lo que en principio parecía que iba a adelantarse, ahora parece no tener final. A principios de agosto cerré la consulta por unas semanas, por varias razones: además de la posible llegada de la criatura, del calor y de tener serias sospechas de que mis vecinos estaban demasiado interesados en mi vida doméstica y profesional, mi suegro necesitaba una mano para sacar adelante la cosecha de un trozo de tierra que posee, que este año hace mucha falta y no hay brazos para trabajar el campo. De modo que partimos al pueblo de mi esposa, y allí hemos permanecido hasta principios de este mes, cuando no he podido retrasar más mi regreso a la visita. Allí se ha quedado ella, en las amorosas manos de su propia madre y del médico del pueblo contiguo, don Luis Abascal García, que me consta es un excelente profesional. Por supuesto, yo querría estar allí cuando nuestro pequeño se decida a aparecer entre nosotros, y por eso pretendo regresar al pueblo un día o dos cada semana, a ver si tengo la suerte de que el parto coincida en uno de esos y soy yo mismo quien le da la bienvenida.
Mis suegros son una gente sencilla a los que la guerra rompió el mundo bajo los pies en prácticamente cualquier sentido. Durante estos días, mi suegro me ha confesado que ellos esperaban que su única hija tuviera un novio de la zona, un chico tranquilo y fiable, del pueblo a ser posible, con una genealogía completa unida a la tierra desde el principio de los tiempos. Cuando la muchacha se enroló como miliciana y se incorporó a filas, se llevaron un gran disgusto, pero cuando les llegaron las noticias de que se había casado por lo civil con un perfecto desconocido republicano el disgusto se convirtió en sobresalto. Después, lo de que nos casara un cura, sin amonestaciones y de noche, les pareció auténticamente sacrílego, pero cuando se enteraron de que yo era médico, que me había criado un tío ya fallecido y que estaba bastante solo en el mundo, empezaron a tener algo de piedad de mí. Luego, cuando me instalé en Toledo, comenzaron a tratarme y vieron que no era el Diablo en persona que había venido a llevarse a su niña, y durante estas semanas que hemos pasado viviendo bajo el mismo techo en el pueblo me han adoptado auténticamente como un hijo. Mi suegra siempre deseó más descendencia y en especial un varón, y se ha desvivido por mí, por su hija y por lo que ha de venir. Reconozco que ahora los echo de menos.
Y por este abandono de la ciudad ha sido que tardo en contestarte, amigo mío, pues no he tenido tu carta en mis manos hasta ahora mismo. Debo decirte que mi círculo íntimo se ha visto aumentado en dos personas. Mi mujer, durante su ausencia, me ha dejado a cargo de una fámula llamada Prado, que es buena cocinera y buena persona, lo cual si bien es más de lo que puede decirse de mucha otra gente, hay que reconocer que es hasta donde llegan sus virtudes. Es una mujerona recia y simple, una bestia de carga que sólo sabe trabajar, aguantar y canturrear por mi casa, sin sesos para darse cuenta de que debería ser desgraciada. También he tomado un mancebo como ayudante, un joven de nombre Ricardo Martín de Blas, que me vino recomendado a través de otro médico de la ciudad y que pretende ahorrar para continuar sus estudios en Madrid, interrumpidos por la guerra. Siempre ha habido algo en este mozo que me decía que no era trigo limpio, cierta evasión de la mirada o de ciertos temas que me indicaban que ocultaba algo y tenía el temor de haber metido al enemigo en casa, pero como por otra parte, no tenía queja objetiva de él, lo he mantenido para no llamar la atención. De todos modos, en los últimos dos meses poco podía haber averiguado él de mí, pues sólo nos hemos comunicado por escuetas notas y una fugaz visita que hice a mis dominios. Lo dejé encargado de mis cosas, que no fueron muchas durante mi ausencia, y a Prado a cargo de la casa.
Por supuesto, las cosas que encargué al joven Ricardo no incluyen recibir correspondencia clandestina. Mi paciente el viajante de vinos me dejó una frasquita de aceite como un obsequio, con una nota escrita y cubierta con cera sumergida en el fondo. Prado se encargó de guardar el aceite con absoluta honradez, ignorante de su contenido, hasta que me lo llevé conmigo en mi breve visita. Fue mi mujer quien encontró la nota al terminar el aceite, y discretamente me informó de que había una carta esperándome en las oficinas del viajante. Hete aquí cómo ha llegado tu carta hasta mí esta vez.
Pues bien, fue Prado, en su sencillez extrema, quien me dio la pista de lo que había estado ocurriendo mientras no estábamos. Mientras yo intentaba ponerme al día en mi correspondencia y organizaba la lista de consultas que debía hacer, ella cambiaba el polvo de sitio con un trapo y hablaba sin parar, y sin que yo la escuchara, hasta que hizo mención a “los amigos del joven Ricardo”. Me llamó la atención y cuando presioné un poco para buscar respuestas, conseguí asustarla, cosa que, sinceramente, no es difícil en su simpleza. También es verdad que, en estos tiempos, no sabes qué comentario tuyo puede llevar a la ruina a los que te rodean, pero cuando por fin logré tranquilizarla, no me dio respuestas muy claras pues la pobre mujer no sabía gran cosa, pero lo que saqué en limpio era que indudablemente tenía que hablar con él.
En la primera oportunidad que tuve, me lo llevé a dar un paseo, pues no me fío de la discreción de mis vecinos, y aprovechando el fresco del inicio del otoño, nos llegamos hasta el puente de Alcántara, donde se pueden disfrutar tanto unas vistas espectaculares del río Tajo como un estupendo espacio libre de orejas impertinentes. Allí quise someter a mi mancebo a un interrogatorio digno del calabozo fascista más estricto, pero cedió como manteca ante un cuchillo caliente y antes de darse cuenta, me lo había contado todo. Pertenece a un grupo anarquista que colabora, o pretende colaborar, con los maquis que se han echado al monte, y no tuvieron mejor ocurrencia que hacer las reuniones clandestinas en mi propia casa, pensando que nadie los buscaría en la boca del lobo y que mi buen nombre les protegía de cualquier sospecha.
Te aseguro, amigo Dalmacio, que no sabía si partirle el alma a garrotazos por inconsciente, si echarme a reír por su peligrosa inocencia, si sentirme orgulloso de la juventud actual personificada en este zangolotino, o si ceder al pánico, subirme a mi mula, correr a buscar a mi mujer y no parar hasta exiliarnos en México. El grandísimo estúpido no sabía que mis vecinos hacen agujeros en las paredes para poder escuchar mis conversaciones con los pacientes, que escribo a la luz de una lámpara, de noche y en una habitación interior, para no dar de qué hablar en la calle, y que con semejante comportamiento él y sus “amigos” podían conseguir que nos hiciesen un consejo de guerra a todos por traición a la patria. Él tampoco imaginaba que yo mismo estoy bajo vigilancia y que mi pasado republicano no es del agrado de todos en la ciudad, y que lo que él creía que era un refugio seguro, realmente es una calma tensa, como la del dragón que parece dormido pero sólo espera la ocasión de atacar. Le hice jurar que terminaría con esas reuniones de inmediato, dentro o fuera de mi casa, pues si lo detenían a él, tanto yo como mi familia estábamos condenados al mismo destino, ya que nadie se creería que él estaba en estrecho contacto con anarquistas y yo no lo supiera. Me pidió perdón llorando sinceramente, como el chiquillo que aún es, con sus veintiún años y sus extremidades huesudas de cachorro, y de nuevo decidí no despedirlo para no llamar la atención. Temo que este inconsciente nos haya metido en un buen lío, pero lo que tengo que conseguir es que Prado no se entere de lo que ha pasado y de que no debe contarlo, porque es demasiado simple para mentir. Este patán ha conseguido asustarme como no lo consiguió una guerra entera. Como se dice por aquí, un tonto jodió a un pueblo, maldita sea.
Estas son mis cuitas domésticas, querido amigo. En mi próxima carta, además de los consejos médicos que deberían ayudarte, espero darte la noticia del nacimiento de mi hijo. A mi esposa le hace ilusión tener una niña, y a mí me da lo mismo, pues pienso tener más y seguro que vendrá de todo. Quizá es mi falta de hermanos y familia lo que me impele a tener cuanta descendencia pueda mantener, pero reconozco que ser padre me produce tanta ilusión como temor por lo que pudiera pasar, tanto durante el parto como después, durante su vida futura. Quisiera darle el mundo que nos arrebataron, y no tengo otro más que éste para ofrecerle. Tendrá que valer. Con lo que, desde luego, puede contar, es con mi amor incondicional desde el momento en que mi mujer me dijo que estaba encinta.
Me despido ya, rogándote que te cuides cuanto puedas y pidiendo a Dios, o a los Hados, al Busgosu o a quien quiera que me escuche, que te proteja y que encuentres con bien a tu familia cuanto antes. Cuenta con mi ayuda en cualquier cosa que esté en mi mano, como bien sabes. Por favor, no dejes de informarme de cualquier novedad en el asunto.
Tu amigo que lo es,
Emilio Pérez-Olivares Espinosa.
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