Carta 6: De Emilio a Luis Miguel
Toledo, 3 de agosto de 1940
Mi querido Luis Miguel:
Quisiera que, al recibir la presente, tu salud sea buena y que la Ciudad Eterna te trate tan bien como te mereces, aunque en estos tiempos turbulentos a veces parece que seguir vivo ya es un triunfo. Me alegro mucho de que sigas teniendo ánimos de viajar y de empaparte de cultura; ¡cuánto me gustaría visitar el Vaticano contigo, y ver todos los tesoros que debe de albergar! Compréndeme, de sueños también se vive.
Te agradezco con todo mi corazón el obsequio que nos enviaste, aunque no tendrías que haberte molestado. Nos ha hecho mucha ilusión, y mi mujer me ha dejado bien claro que te dé las gracias de su parte y que le gustaría mucho conocerte. Ojalá eso pudiera ocurrir pronto. Gracias por enviar una imagen de la propia Virgen Niña, pues ya sabes que mis creencias se dan de bruces con el clero y soy partidario de entenderme con Dios con pocos intermediarios. Supongo que a Su madre le hará caso y protegerá a mi esposa y a mi hijo por nacer. Gracias de nuevo.
Tu carta ha llegado justo a tiempo, antes de irnos al pueblo de mis suegros. Si hubiese tardado dos días más, ya no hubiéramos estado aquí. Tememos que el parto se adelante, y como todas las mujeres, la mía quiere estar cerca de su madre cuando nazca lo que haya de venir, para que le enseñe los rudimentos de la maternidad. Además, el calor en la capital es insoportable y en el pueblo, al pie de los Montes, siempre se está algo más fresco por las noches, y para colmo, mi suegro empieza a estar mayor, el hombre, y necesita un par de manos para ayudarle con la cosecha. Le ayudaré gustoso, pues es lo que puede salvarnos del hambre en invierno.
Esta es la primera cosecha después de la guerra, y se prevé escasa y macilenta. Los campos que no fueron arrasados, esquilmados, bombardeados o contaminados durante los tres años de combates han sido abandonados hasta hace pocos meses, y muchos cultivos no se plantaron en su momento y ahora no maduran, o no hubo simiente que plantar y los campos permanecen yermos. Algo parecido pasa con los animales, que ahora no se comen huevos porque lo que interesa es que nazcan los pollos para tener más gallinas, y las vacas se ordeñan lo menos posible para que los terneros crezcan cuanto antes y críen enseguida. Por mucho dinero que tuviésemos, no habría a quien pagárselo, pues nadie tiene viandas que vender. Espero que en los años venideros, la tierra en barbecho nos traiga abundantes cosechas, pero por ahora, los tiempos van a ser duros. La cartilla de racionamiento es escasa, pero habrá que conformarse con eso y con lo que nos quiera dar la Naturaleza. Cómo no voy a entender al comerciante que me has enviado, que dé la vuelta al mundo si es necesario para encontrar con qué llevar adelante su negocio.
De modo que, como te digo, pasado mañana iniciamos viaje hacia el sur y permaneceré allí hasta que nazca la criatura. Luego volveré a retomar la consulta, dejando a mi esposa con sus padres hasta que se sienta segura de poder con ello ella sola. Si por mí fuera, me quedaba allí, pero aunque el pueblo no tiene médico, el municipio vecino, a apenas media hora a pie, sí lo tiene, y yo gano mejor aquí en la capital. También he de reconocer que el cambio de ubicación de mi consulta ha sido muy beneficioso para mis finanzas, ya que la calle del Nuncio Viejo, adonde nos hemos mudado, queda muy cerca del arzobispado y la catedral, y me estoy haciendo una amplia clientela a fuerza de discreción y eficacia en el tratamiento de enfermedades venéreas.
Por lo demás, las cosas mantienen la quietud de las aguas pantanosas. Parece que nadie está interesado en la vida de nadie, pero lo que realmente ocurre es que la gente espía por el rabillo del ojo, para saber si el otro tiene algo por lo que merezca la pena denunciarle y quedarse con ello, un trozo de tierra, una fuente de alimento, lo que sea, pero tirando la piedra y escondiendo la mano. He redoblado mis esfuerzos de discreción hasta el punto de cambiar la habitación en la que pasaba consulta, por una anécdota curiosa que te quiero contar.
Como mi esposa ya está muy pesada para hacer ella sola todo el trabajo de la casa y además ayudarme en la consulta, siendo poco adecuado que se presente en público en su estado, hemos decidido contratar a una fámula para que limpie y un joven mancebo, llamado Ricardo, para que me organice la sala de espera unas horas al día. A la doméstica la ha elegido mi mujer, y para evitar cualquier tentación por mi parte ha escogido a la hembra más fea y burra que ha podido encontrar, y a fe que lo ha conseguido. Es una viuda de guerra a la que creo que la contienda trató mejor de lo que la había tratado su marido, pues tiene un caballete en la nariz que indica mala soldadura del tabique nasal, la mandíbula torcida y si haces un movimiento brusco cuando ella está cerca, tiene el instinto de protegerse con los brazos. Por supuesto, fueron del bando republicano, pues de otro modo, los nacionales le habrían dado un estanco o un puesto de loterías para ganarse la vida. Pero quedó pobre, viuda y a cargo de dos mastuerzos tan obtusos como ella. Ve poco y no limpia demasiado, pero está tan agradecida de que le hayamos dado un medio para ganarse la vida que, aunque la contratamos sobre todo para limpiar, la mujer pone todo su empeño en inventarse platos con el magro contenido de la despensa mientras canturrea como un abejorro demente por toda la cocina. Reconozco que no lo hace mal, lo de cocinar (lo de cantar es otro cantar, valga la redundancia), aunque ya ha equivocado una vez la sal con el azúcar, y te prometo que las lentejas dulces no son de mi agrado.
Decía que Prado, pues así se llama nuestra doméstica, es corta de vista y no muy hábil con la escoba, así que siempre le vamos señalando por dónde se va dejando rincones sin barrer. Así que hace un par de semanas, estando solo en la habitación donde paso consulta, vi un montoncito de polvo en el suelo, junto al rodapié, como a mitad de la pared. Es una pared con un empapelado muy recargado, que ya estaba así cuando tomamos el piso. Pasé la vista por encima del montoncito de polvo y tomé nota mental de decirle a Prado que barriese ese trozo con más atención, pues la habitación de consulta es la que quiero siempre más limpia, y quise seguir con lo que estaba haciendo. Pero una campanita me sonó en el fondo de la cabeza.
¿Recuerdas cuando te diagnostiqué tu enfermedad, Luis Miguel? Apenas fue un detalle, una tontería que hizo saltar la misma alarma en alguna parte de mi cerebro, y he aprendido a hacerle caso a esa advertencia. ¿Qué era lo que ocurría, lo que me alarmaba? Tuve que darle vueltas un rato hasta que me di cuenta. El lugar en el que estaba el montoncito de polvo no era natural. Era polvo anaranjado, una pequeña mancha, apenas del tamaño de una moneda de cinco céntimos. Si hubiese corrido una brizna de aire, se lo hubiera llevado y no habría dejado rastro que me advirtiera. Por supuesto, dejé lo que estaba haciendo e inspeccioné la pared palmo a palmo, pegando la nariz para desentrañar el espantoso dibujo del empapelado, y aunque me llevó un buen rato, por fin encontré el agujerito que, con un berbiquí, el vecino había practicado en la pared para poder oír mis diálogos con los pacientes. Minúsculo, pero suficiente para pegar un vaso al muro y poder enterarse de lo que ocurría en mi consulta.
Afortunadamente, el piso es grande y tiene una buena disposición, así que esa misma tarde, con la ayuda de mi mancebo y de Prado, cambié la consulta a una dependencia que queda en el centro de la casa, con luz natural pero rodeada de habitaciones que son todas mías. De hecho, era nuestro dormitorio, el cual también he trasladado a una alcoba que, aunque no me gusta demasiado, considero segura. No he tapado el agujero del vecino, para que no sepa que le he descubierto, pero he dedicado ese cuarto para que mi mancebo, el joven Ricardo, estudie sus lecciones en voz alta en los ratos muertos.
Debo dejarte ya, amigo mío, pues aún tengo algunos preparativos que hacer para el viaje. Aunque el pueblo no está lejos, apenas unas horas a caballo, el camino es estrecho y empinado, y por tanto farragoso, así que limitaré mis visitas cuanto sea posible. Permaneceré en contacto con Ricardo y con Prado. Ella es de toda confianza, aunque tenga menos luces que un candil apagado, pero del mancebo aún tengo que fiarme. Si necesitas algo de mí, al pie de la carta te escribo la dirección de mis suegros, por si fuera importante.
Cuídate mucho, querido compañero. Que la locura de la guerra europea no te arrastre a su paso como hizo la locura de nuestra guerra entre hermanos. Y si ocurre, ven corriendo; ya sabes que ésta es tu casa.
Tu amigo que lo es,
Emilio Pérez-Olivares Espinosa.
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